28/10/12

Me desperté pensando en cómo sacar a la muerte de casa. Estaba harto de su perfume a plata demasiado labrada, a barniz oscuro y ceremonias de ojos entornados. No sé por qué recordaba en esos momentos mi obsesión por la pureza del sonido cuando tenía treinta años. Gasté mucho dinero en conseguir las mejores cajas acústicas y los amplificadores que creía que escalaban la montaña de la alta fidelidad con mayores garantías. Cuando creía haber alcanzado el sonido ideal me sentaba en el sillón y me sentía muy solo y también ridículo por creer que la pureza fuera un estado real y alcanzable, cuando sólo es una excusa comercial que hace palanca en nuestra inseguridad: una zanahoria estúpida atada al palo más largo que el dinero pueda comprar. Antes no lo sabía y por eso el hombre que permanecía sentado escuchando los brillos de un violonchelo en la soledad de su apartamento pensaba que la felicidad consistía precisamente en eso. Quince años después llegamos a esta mañana y a mi pretensión de decirle a la muerte que ya estaba bien, que se largara con sus pompas a otra casa o que buscara un bosque muy lejano y lo pintara de negro. Y pensándolo encendí un pequeño aparato de radio de hace más de veinte años que un día me regaló mi padre. El dial marcaba una emisora de música dance que a mis hijas les gusta mucho porque no ponen noticias ni dicen si va a llover o no ni tan siquiera pierden tiempo en formalidades como marcar las señales horarias. Ponen música y supongo que los que la escuchen moverán la cabeza rítmicamente si van en un coche o puede que, como hice yo, otros se pongan a bailar en la cocina mientras preparan el desayuno. El aparato no podía con aquellas bases rítmicas tan saturadas pero cumplía su función: nos estaba haciendo bailar un domingo por la mañana y a la vez le estaba ayudando a la muerte a hacer sus maletas para que se largara.