27/10/12

Ayer me costó dormir. Después del tanatorio recogimos a mis hijas y decidimos que estaría bien cenar en el albanés que han abierto en el barrio. Como no había mesas dentro pedimos para llevar. Al llegar a casa comí con ansia. Imagino que es la reacción animal para alejarte de la muerte: estoy vivo, mastico, sigo aquí. En las películas americanas siempre me han sorprendido las meriendas tras los entierros. Resulta chocante ver a los familiares tomando pastel de carne o incluso brindando por el que ya no está. Cuando te pasa lo entiendes. Lo entendí ayer agarrado con fuerza a mi porción de comida basura albanesa como el que se agarra a la cola del vestido de una novia que se va a arrojar al vacío. A las doce me metí en la cama. No podía dormir. Me levanté y escribí algo. Quizá fue peor, tras haberlo hecho no tuve la sensación de que se cerraba la puerta desconocida sino todo lo contrario. La obsesión de ordenar la realidad en palabras sólo funciona mientras lo haces; cuando el último dedo presiona la última tecla sabes que empieza la condena. Lo escrito se aleja como un barco espectral: ya no te pertenece, se va para otros o para sí mismo en un ejercicio de intrusismo narcisista que no puedes evitar por mucho que apartes la vista de las palabras. Cuando sucede sólo puedo esperar a que la tormenta pase. Te metes otra vez en la cama y escuchas un programa de radio en el que alguien habla de un viaje. Intentas ser tú el que lo hace, el que vuela o se deja llevar por un río que quizá no exista pero que necesitas inventar para que llegue el sueño y con él la tregua y también esa luz del final que al cerrar los ojos dice: ya.