17/11/12

La mujer que habla por megafonía no lo sabe. No imagina. Sólo recita los precios de las cosas confiando en la avaricia que desata la inminencia del invierno: quieres frutos secos, alimentos imperecederos, te mereces un fuego ante el que maldecir. Vendrá el viento como una vendimia nocturna que desgaje la calma. Los perros esmeralda cruzarán los campos hacia el ocaso, pero antes atraviesan la línea de cajas con teatralidad wagneriana haciendo que las miradas traspasen la membrana vitelina del hastío y puedan ver algo digno de ser amado. Sus patas son los émbolos de ese nuevo mundo en el que lo que conocías será desconocido y su luz, absorbida por la inmediatez del tiempo, bañará todo lo nuevo. Cierras los ojos y puedes ver lo que decían los testamentos antiguos, el estertor de bestias por el páramo, el olor del hierro acercándose, portando banderas de pánico, llamando a la lucha a lo que queda puro en tu sangre. Todas las batallas serán reducidas a una, lo pone en esta etiqueta. Tendrá lugar aquí, en la fe de tus dedos que ahora soportan ciento veinticinco gramos de salsa de tomate, en el perímetro de tu sombra mientras la tarde desploma su musculatura en el aparcamiento. Mientras, mucho más arriba, la Luna suelta baba para hacer un charco en el que mirarse.