17/10/12

Soñé que fabricaba billetes con la cara de mi madre. Los pliegos volaban en el aire como desiertos anaranjados. De tanto en tanto me acercaba con el cuentahílos a su rostro para contemplar los trazos del grabado que formaban su pelo. Sonreía. En la imagen tendría entre cuarenta y cincuenta años. Estaba solo. La respiración que sentía en la nuca era una figuración, algo inventado por mí para ese momento y no una presencia desconocida ni aterradora. Podía ser cualquiera. Podía ser yo observándome desde atrás y quizá parapetado por mi cuerpo para ser un espectador que no necesita sentir miedo. Como no tenía una guillotina cortaba los billetes con unas tijeras infantiles de punta roma. Lo hacía despacio. Deseaba que hubiera música para dejar de escuchar la respiración pesada a mi espalda. No te tuerzas, parecía decirme con su ritmo pausado, se necesita mucha paciencia para que salgan perfectos. ¿Para qué estaba haciendo esos billetes? ¿Qué compraría con ellos? Nada dentro de mí sabía responderme. Sólo el silencio y el sonido del aire entrando y saliendo de ese sistema neumático u orgánico que persistía en acompañarme. Luego lo supe: compraré tiempo. Tiempo para los dos, mamá, eso es, estos billetes nos permitirán llegar más lejos. Subiremos al tren que va al país de los papeles rojos y azules que cuelgan del cielo. Allí estaremos a salvo para siempre. Mientras lo pensaba, mis dedos seguían abriéndose y cerrándose para que la tijera avanzase. Ese movimiento debía ser la vida: ruptura y unión en un mismo camino. Dos antagonistas de la mano empeñados en llegar hasta el horizonte.