28/9/12

Te escuchas decir para ti: todo el mundo maneja otra vida dentro. Estás tumbado. Desnudo. Justo en la frontera entre una alfombra gruesa y un suelo antiguo de tarima. Desde tu punto de vista la madera parece un planeta cóncavo y deshabitado. Oyes una puerta que se abre. Luego unos pasos. Frente a ti aparecen unas piernas con medias color carne y zapatos muy brillantes de medio tacón. Su dueña no tiene rostro, ni busto, ni casi cintura, sólo una falda que no sabes dónde empieza y cuya terminación, ligeramente por debajo de la rodilla, te llena de paz. Hay algo en esa imagen que te recuerda una sensación olvidada que ni contigo mismo estarías dispuesto a compartir de nuevo. Tal decisión te rebajaría tanto como asistir a una boda de ratas. La mujer se sienta en la banqueta del piano. Eres testigo del movimiento de sus pies sobre los pedales. Conduce por una carretera hecha de flores compactadas que esperaban su paso. Apenas percibes la física del desplazamiento ni podrías determinar si el ángulo del camino es el horizontal o ha elegido trazar una diagonal voluptuosa que cruce el aire y os eleve. Cierras los ojos. No tan fuerte como para que la presión te devuelva a tu otra vida. Los entornas hasta que las irisaciones que produce la luz de los balcones en tus pestañas se confunden con un bosque blanco. Luego ya no recuerdas nada.