28/9/12

La tristeza sólo tiene un ojo y se dedica al negocio de los revestimientos de óxido para paladares. Por las mañanas va a una cafetería desierta. Como le hacen un periódico sólo para ella lo abre despacio renegando de tal o cuál foto con la que no acaba de estar de acuerdo. Muchas veces coincidimos. Trato de mantener la calma. Juego a ser extranjero y a hacer que miro mucho las cosas. Me extasío con el brillo de la cuchara o imagino que el azúcar que queda en el sobre es la base para una adivinanza cuya respuesta sólo traerá el invierno. Después salgo sin hacer ruido, casi de lado y nunca caigo en la trampa de decir hasta mañana. ¿Para qué te despides, imbécil? ¿No ves que aquí sólo venimos tú y yo? Desde niño compro sus revestimientos de óxido. No sabría deciros por qué. Al principio, cuando el gusto herrumbroso bajaba por la garganta me ponía nervioso. Jamás le comenté nada a mi madre. Sabía que aquella era una prueba personal. Una prueba no, un regalo desconcertante, algo así como una mascota que te acaba paseando a ti por la calle y después, en casa, te invita a ovillarte a sus pies. El sabor engancha. Pasan los años y ya no te acostumbras a un día sin él. Me han dicho que lo fabrica debajo de una montaña, en una cueva de luz azul que cuando te la quedas mirando fijamente se hace tan negra que los ingenuos como yo la confundimos con la felicidad.