26/9/12

Los amigos se van despacio. No se corre una cortina y desaparecen ante la mirada atónica del niño que ve un truco de magia. Un día les sientes respirar a tu espalda pero no tienes el valor de girarte. No crees en las despedidas. O te dan miedo. Te horroriza calcular el vacío que dejará esa presencia, el troquel luminoso que durante un tiempo se estampará en el aire. Después pasan los días. Despiertas. Llueve. Tus ojos cantan canciones pamperas porque se las enseñó alguien que pasaba, quizá un profesor de tristezas montado en un asno negro. Te sientas a esperar noticias de sus vidas con un transistor antiguo pegado a la oreja. Cuando se van le restan teclas a tu piano y te das cuenta del absurdo de un mueble tan grande para sólo una escala. Si el mundo se hace pequeño con su partida es porque antes lo hicieron grande. Como electricistas de feria pusieron cadenas luminosas anudadas a los árboles. Silbaban haciéndolo. Tú les mirabas y pensabas que esa escena contenía el secreto de la perfección. Se van despacio. Usan sábanas para correr sin sentir vergüenza, pero se cubren para no sentir asco. Lo hacen por ellos. Primero trazan círculos en torno a ti. La desbandada es torpe. Nadie consigue nunca interpretar el mapa de una huida. La noche les mastica sin solemnidad y después desaparecen como las bolas de un jersey tras el flamante desfile de un aparato nuevo que compraste en un canal de teletienda.