22/9/12

En mi lucha contra la solemnidad deshecho a diario multitud de frases imaginarias que surgen en los momentos más imprecisos, como cuando estoy montado en un autobús o caminando por uno de los pasillos del Metro, haciendo un transbordo, imaginando que soy otro y que me dirijo a otro lugar y no es mía la ropa que llevo puesta ni mucho menos las ideas que yo mismo me obligo a transportar y manosear. Esas frases hace años retumbaban por dentro y me ponían sin querer en el estante de los místicos españoles de todos los tiempos. O peor, en el de una generación perdida de la que ya nadie habla y todos dudan si existió alguna vez. No hay nada peor que dejarse embaucar por la estúpida necesidad de creerse escritor, enviado, elegido o intelectual. La fanfarria que debes acarrear es tan molesta que desearías una crucifixión anónima a las afueras de una ciudad pequeña y sin más testigos que los pájaros o insectos que hubiera por allí a esas horas. Cada vez que asoma una de esas frases siento miedo y estoy tentado en pasar la mano por su marco barroco mientras susurro adjetivos que ya nadie utiliza. Supongo que ser español es ser un poco Gracián o Garcilaso o incluso Góngora. Tenemos tanto pasado y tantas imágenes religiosas que nos creemos en la obligación de glorificar hasta los trozos de pan duro.