9/9/12

Ayer volví a subir al lago a esa hora en que los poetas cantan pero yo no porque no lo soy. En la orilla más cercana a las escaleras había una colchoneta de playa. Era blanca y tenía impresa la bandera de Israel. El plástico brillaba. Sentí la tentación de esa nostalgia clásica de final de verano, algo que provocan ciertos objetos expuestos a ciertas luces, algo que viene predefinido ya en un código de barras, supongo, o que allá en el lejano oriente donde nacen la mayoría de las cosas les inyectan para que los usuarios occidentales se entretengan y rebusquen un rato en el fondo pastoso de sus almas.
Al dirigir mi vista hacia la derecha pude verle. Dios tumbado sobre una estera vieja. Jugaba con un cacharrito electrónico, uno de esos casiotones que tan de moda estaban en los ochenta. Me acerqué.
-¿Qué tocas?
-¿No lo reconoces? Seguro que lo has bailado mil veces.
-¿Born to be alive?
-Correcto.
Este trozo de la conversación se sucedió con su mirada clavada en las teclas. La mía también se refugió allí pero a ratos brincaba espasmódicamente hacia el resto del paisaje: un trozo de cielo sintético, los confines del lago que a esa hora se difuminaban por efecto de la luz incierta.
-¿La colchoneta prometida es tuya?
-Has venido chistoso. Eso me gusta. Te confieso que a veces me pareces demasiado trascendental: tus muertos, tus mundos, tus sensaciones… Casi todo lo que te ocurre sólo ocurre en tu cabeza. Mírame. De vez en cuando hay que tocar canciones tontas. De vez en cuando hay que bailar.
-Hace muchos años que no lo hago.
-Se nota.
La melodía de la canción se escuchaba distorsionada, como si el cacharro tuviese pocas pilas y el volumen estuviese muy fuerte. Dios debió percibir que no me gustaba la canción y paró.
-Hace algunos meses vino a verme un hombre, también era escritor como tú, no recuerdo su nombre. Llevaba unas gafas de pasta de color amarillo y tenía poco pelo. Me dijo que era de Israel. Me dijo que sólo quería estar aquí unos días, el tiempo suficiente para pensar. El tipo infló esa colchoneta y se tumbó encima. No se quitó ni la ropa. Remó con los brazos hasta que llegó al centro del lago, allí paró. En la mochila llevaba varios libros y este pequeño teclado. Era simpático, aunque no tan hablador como tú.
-¿Te caen bien los judíos?
-Reconozco que son un pueblo que sabe levantarse cuando se cae, gente dura y a la vez sensible.
-Los mejores escritores o son judíos o son homosexuales.
-O las dos cosas.
-¿Y los que no reunimos ninguna de las dos cualidades?
-Tú eres tú, esa es tu fuerza y también tu condena.
-Hemos pasado de la música disco ramplona a la espiritualidad zen.
Dios sonrió. Noté por primera vez su cansancio o quizá el hastío simple y puro que nos produce la convivencia o el trato continuado con ciertas personas, pero, pensándolo bien, era Él quien me invitaba a venir, el que me abría sus puertas y aparecía a horas insospechadas a mi lado. Si le aburría tanto mi compañía, ¿por qué seguía haciéndolo? Bastaba con desaparecer y las cosas volverían a ser como siempre.
-Hoy preferiría que no tratásemos temas muy profundos.
Volvió a coger el casiotone, lo encendió y empezó a tocar otra canción. Decidí que era mejor hacerle caso, hacer como Él y tumbarme a su lado para que su música ratonera me sirviese de bálsamo. Ninguna de las veces que había pensado en la Creación hubiese imaginado que se reducía a algo tan sencillo. El escritor de las gafas amarillas no podía ser Amos Oz ni ningún otro judío que me sonara. Sería un farsante. Otro como yo que se cuela en su casa para hacer preguntas que nadie puede

No hay comentarios :