10/9/12

Mamá

Cómo duele, mamá, es un retorcer de huesos que no descansa ni por la noche y no hay anestesias ni distancias capaces de alejarlo. En cada libro que he leído había una bomba de relojería. Fíjate cómo tengo ya las manos de tantas explosiones. Me dijeron que el secreto consiste en encontrar precisamente ese que no explota, pero es mentira, todos lo hacen tarde o temprano. Mira mis brazos. Pronto ya no podré levantar ni la taza de café ni peinarme ni dar de comer a los pájaros.
Lo único que se me ocurre es escribir yo uno. Quién sabe. Imagínate que doy con la manera de acabar con mis mutilaciones. Voy a tentar a la suerte. Voy a tomar carrerilla y a lanzarme por el tobogán blanco.
Una cosa antes de que empiece con mi libro. Estuve el otro día haciendo limpieza de recuerdos. Creo que a cierta edad ocupan mucho y no valen para nada. No es que reniegue de ellos ni que los vaya a tirar a la basura. Lo que había pensado es contártelos para que al hacerlo dejen de ocupar tantísimos metros cúbicos en mi sótano.
A continuación te los expongo numerados. No sé si son todos. No he hecho una lista ni nunca he sido (ya lo sabes) muy ordenado con mis cosas. Cada uno va seguido de una pequeña reflexión. Al final me he permitido incluir una digresión, ya sabes, como cuando te sales un rato del camino porque has visto una flor muy rara.
Espero que los disfrutes. Un beso.

RECUERDO Nº 1: Esos días en medio de la luz del convento y sus campanas que giraban como gimnastas de repúblicas que ya no existen, muñequitas de nieve levitando en la pantalla de nuestro televisor en blanco y negro.
REFLEXIÓN: Por muchas veces que hayan pintado la fachada de ese convento sigue siendo el mismo. Además, sé que las monjas que viven dentro son las mismas de hace cuarenta años. ¿Son esas galletas de coco, que ellas mismas hornean, las que las mantiene con vida o se debe al poder criogénico de mis recuerdos?
RECUERDO Nº 2: Yo estaba de pie en una silla de la cocina mientras el chico de la tienda iba poniendo botes de leche condensada alineados. Después, cuando se iba, construía castillos que más tarde eran arrasados por tus manos. La casa (permíteme la expresión) era un barco dotado de un motor en forma de reloj de pared. Ese aparato daba ritmo a las horas como un percusionista de jazz muy esmerado.
REFLEXIÓN: Yo ya no sé si somos nosotros los que recordamos o son los recuerdos los que nos recuerdan a nosotros, mamá, y se ríen de nuestros ojos de pena al comprobar que el tiempo ha pasado su fregona por nuestras caras borrando lo que éramos y lo que queríamos ser.
RECUERDO Nº 3: Algunas veces me ponía enfermo y me quedaba en casa, en la cama, mirando por el balcón el movimiento de la luz y los embites del viento en los cristales. Tú exprimías limones y los mezclabas con agua en una jarra. Desde mi cuarto escuchaba el tintineo de la cuchara golpeando sus paredes de vidrio. Creo que eso era lo que me curaba.
REFLEXIÓN: Son difíciles las confesiones. La garganta se te llena de serrín y hay algo que te frena en seco. El hecho de contar es mentiroso, cada vez que las palabras salen en busca de la verdad se tropiezan con fardos enmohecidos como estos que tengo en el sótano de mi memoria.
RECUERDO Nº 4: Hablo del cuarto que llamábamos Safari en el que jugamos hasta el día que murió la abuela. Después el abuelo vino a vivir con nosotros. La cama que habíais comprado para Maite la estrenó él.
REFLEXIÓN: ¿Porqué se tuvo que acabar ese tiempo? La campana del ring sonó demasiado pronto; todavía no había acabado el combate, las fieras de mi imaginación tuvieron que buscar escondite en otra parte. Durante días corrieron en desbandada por la casa, asustadas de cualquier presencia, con la lengua fuera, deseando que se restableciera el viejo orden.
RECUERDO Nº 5: El cubito azul que un día me ayudaste a sacar al balcón para que yo recogiera la nieve que caía. Te recuerdo levantándome en vilo y yo estirando mucho el brazo para que los copos llenaran el cubo. Nieve cayendo muy despacio.
REFLEXIÓN: Creo que todas las madres deberían hacer eso con sus hijos, coparticipar en los milagros; reforzar su fe en la única religión posible, mamá.
RECUERDO Nº 7: El día que te perdí de vista en una tienda y decidí volver solo a casa. Me recuerdo subiendo la calle Luchana con los ojos muy abiertos. El pequeño Marco Polo había decidido aventurarse. Yo estaba muy tranquilo y no pensé en ti, en tus lágrimas cayendo nerviosas al comprobar que me habías perdido. Yo, adulto en prácticas, giraba por Santa Engracia camino a casa, porque sabía dónde vivía y para mí era algo natural. Tú estarías destrozada, como sólo hoy que tengo hijas soy capaz de imaginar. Luego, por la noche, escuché tus lágrimas y las voces de papá. No sé por qué pero aquél día dormí en el salón y recuerdo las sombras de la lámpara de araña en el techo cuando los coches pasaban. Fue una noche de verano espectral aunque yo estaba tranquilo y no entendía tu enfado. La sombra de la lámpara se movía dulcemente por el techo, lo barría. Mis ojos no se querían apartar de aquel juego. Pero en tu dormitorio, mientras tanto, tenía lugar una danza rusa de alfileres.
REFLEXIÓN: Ser padre lo cambia todo. Me refiero a que la vida es otra desde el momento que sales de un quirófano con tu hijo en brazos. A mí me pasó con Alba. No estaba nervioso, sabía lo que estaba pasando, sentí lo mismo que el día que fui solo a casa. Era algo natural. Las puertas del quirófano se abrieron y aparecí con ella. No olvido tu cara, mamá, con todas sus luces encendidas al verla. Había más gente contigo pero yo te la traía a ti. “Mamá, fíjate lo que tengo”, me hubieran dado ganas de decirte. Volvía a ser el niño que le enseña un tesoro a su madre esperando su aprobación.
Cuando te conviertes en padre tu vida entera se convierte en otra cosa. El atrezo cambia muy rápido como en esas obras malas de teatro. Te dicen que salgas a actuar de improviso. Yo estaba allí, con mi bebé en brazos y te buscaba entre el público para preguntarte si sería capaz de hacerlo tan bien como tú lo hiciste conmigo.
Sentí mucho amor en aquel pasillo y sentí una rabia adulta que me encharcó el corazón. Rabia porque dentro de mí había una fiesta, pero a la vez sentía cómo se cortaban los hilos de mi infancia. Todo sucede así. Nada se para. Sólo nos paramos al contar.
RECUERDO Nº 8: Siempre me ha gustado verte coser en esas tardes que pasaban como caravanas de hormigas por encima de mis libros abiertos, en el comedor. Papá se echaba mucha colonia y paseaba por la casa, arriba y abajo. Iba y venía haciendo muchas clases de ruidos. Cosías escuchando Radio Intercontinental, “aquí Radio Intercontinental, Madrid”, decía el locutor y papá lo repetía. Luego papá se iba y nos dejaba un silencio amistoso que iba invadiendo cada rincón de la casa. Tú cosías y yo multiplicaba. Seguías cosiendo y a ratos me contabas cosas que eran como el postre de la merienda.
REFLEXIÓN: Contar, el poder de contar, las palabras organizadas en ejércitos que van tomando tus oídos y se entregan a la horda enemiga que asedia. Tú contabas. Daba igual lo que fuera. Ese poder no lo tenía ningún locutor de la radio ni los que -muy repeinados- daban el telediario por la noche, mamá.
RECUERDO Nº 8: Los jerséis que me hacías nunca me gustaron mucho. Picaban. Me hacían sentir un poco ridículo en el colegio pero sé que te gustaba hacérmelos y que eso podía con lo otro.
REFLEXIÓN: La inteligencia emocional es muy importante. Más que la vitamina c, más que esa costumbre de rezar que me inculcaste (rezar con alguien es otra forma de contar, ahora no rezo pero echo de menos que me cuentes.). La habilidad para manejar nuestras emociones es algo que deberían enseñar en los colegios.
RECUERDO Nº 9: Cuando paso por la calle Caracas no me pongo triste. Lo que me da tristeza son otras cosas; la mezquindad, por ejemplo. Pero pasar por esa calle y ver los que aún son los balcones de nuestra casa, no. Me alegra recordar la tranquilidad de los domingos; asomarse y ver el coche de papá, reluciente como una pelota blanca. Y la fuente que había arriba y en la que muchos taxistas paraban a refrescarse o a lavar el coche. Por la noche había gatos. Salían por el hueco de una ventana rota que había en la imprenta de la casa de al lado. Me gustaba el ruido de las máquinas de la imprenta, esa base rítmica que acompañó a tantos veranos.
REFLEXIÓN: La nostalgia es una tarta demasiado empalagosa. Con un trozo te empachas. Aguanto mejor la de los otros que la mía. De la mía conozco la disposición de las capas, los gramos exactos de levadura y todos los adornos que el tiempo le ha puesto encima. Lo mejor de la nostalgia es hacer como esos payasos que se lían a tartazos. ¿Algún voluntario imaginario?
RECUERDO Nº 10: Una foto. Yo en el balcón con una muñeca muy alta. Mi pelo brillaba. Me gustaba mucho aquella muñeca de la que ya no recuerdo el nombre. La estaría abrazando con fuerza y tú me sacaste una foto.
REFLEXIÓN: Otra vez la fotografía, esa fulana obsesiva que se complace en mentirnos al oído: “tú una vez estuviste aquí y fuiste así; tú una vez pisaste el mundo y pusiste cara de tonto ante sus prodigios.” Una fotografía puede destruir un recuerdo. Mejor no verlas. Las buenas están dentro, en álbumes privados.
DIGRESIÓN: Uno es lo que es y lo que transporta dentro. Uno es su destino y su único equipaje, lo que vale y lo que no, la sordidez de un pitido chirriante al recordar. Uno es su propia sombra (los pies de esa sombra) que le acompaña y le recuerda, que le pone frente a la madre de todas las zanahorias: avanzar, continuar, completar el círculo.
Ahora mi mirada se ensancha (no te rías, es así) cada vez que miro a mis hijas y en ellas veo la continuación de todo, la punta del lápiz que seguirá trazando el camino. Intuyo sus traspiés, pero también el áurea saltarina que las ayudará a levantarse. Todas nuestras torpezas quedan exculpadas, incluida la vanidad de pensarnos grandes.
Tu vanidad siempre fue muy pequeña: otra moneda que cae al cofre, otro punto que sube a tu casillero. Siempre has sabido ser exactamente lo que eres. Qué importante y qué difícil eso de saber tu peso exacto, tu cualidad y tu lugar. Y saberlo sin engaños, sin esas patéticas demostraciones que luego he ido viendo a lo largo del tiempo, todos esos que caminan con un bombo a la espalda.
Siempre has sabido ser lo que querías ser o (mucho más importante) lo que tenías que ser. Sabías anteponerme; y, sobre todo, lo hacías sin que me diera cuenta.
Cuando escribo desaparezco, mamá, como cuando me pasaba horas enteras sentado como un indio en el cuarto del Safari, ajeno a todo, y tú asomabas la cabeza de tanto en tanto y no decías nada porque sabías que estaba jugando.
Ahora hago lo mismo en mi casa cuando mis hijas duermen. Es la misma paz, es la misma música la que suena en mi cabeza, la que me dice “adelante, no tengas miedo, escarba hasta que llegues al centro”.
Ahora empiezo a comprender para que he nacido. He tardado más de cuarenta años en averiguarlo, he cometido todas las torpezas que un hombre puede cometer y sin embargo mi alegría está intacta como una de esas pastillas de jabón Lux que guardabas en tu armario. La vida y sus misteriosos objetos. La vida y sus carteles luminosos que nos van confundiendo y nos hacen dar vueltas y vueltas sobre nosotros mismos.
¿Y si hubiera llegado el momento en que todas las piezas encajan: las zonas oscuras, los arrepentimientos, la euforia, el tiempo de espera, el dolor y sus hilos, la confianza en mí? Hablo de ese momento en que sólo tienes que pararte a escuchar, bajar el volumen de la realidad y quedarte muy quieto.
Cada edad viene con sus propias herramientas precintadas en la caja, sólo tenemos que abrir la bolsa y leer atentamente las instrucciones. Tu edad, la que tienes hoy, es una prueba de que has vivido. Se trata de eso. Qué difícil es vivir con dignidad. Qué complicado es mantenerse en equilibrio encima de esos zancos.
Supongo que las etapas nuevas dan miedo. Tienen puertas desconocidas; pero ¿qué otro destino nos queda? ¿para qué fuimos hechos si no? Nuestra naturaleza se resiste a los nuevos viajes. La culpa la tiene la experiencia, que, sentada en su mugriento sillón de orejas, nos dice: “no lo hagas, no entres ahí, no lo pienses” Pero no hay que hacerle caso; la experiencia también es mortal aunque crea que sus días se extenderán en el tiempo y que la muerte pasará de largo.
Es mentira, mamá.
Dejemos a la experiencia con sus sermones y abramos la puerta. Yo ya lo he hecho.



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