23/8/12

Es pequeño, a pesar de la sábana que extiende. Un burócrata hablaría de connivencia. Se sentaría en una silla imposible en el centro y sólo vería la interacción. Anotaría fuerzas y horarios. El problema es que carece de contornos. Cuando está bajo el cuerpo de Alba es azul. Mis ojos dicen verde. No tiene prisa. No calcula efectos ni pierde el tiempo repasando cuentas de ayer. Existe como un niño. Su espalda tiene todos los requisitos para ser sagrada, pero no quiere: se conforma con la sal y una especie de silencio portentoso que tensa el alma de los circundantes, de los flotantes indecisos o entregados momentáneamente a la experiencia de permanecer en un vértice extraño del mundo. Yo estuve. Fui uno de ellos. ¿Nací allí? Fue ayer. Fue en un año que acababa en seis. Estaba solo. Estaba contigo. Flotabas cara al cielo: nariz, palmas, muslos, labios, todos brillando como invitados a un baile prusiano en un salón de mármol. Ahora la calma se encarga de escribirlo todo. Después me entrega una concha metida en una bolsa descolorida de patatas. Según ella, está caligrafiado todo lo que sentí. Pero sé que miente.

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