30/7/12

La ciudad de los chistes malos

Imagino que todas las historias tienen un principio, un “había una ciudad en alguna parte”, como en este caso, que trata de situar al que la escucha en un punto exacto. Yo creo que muchas veces ese punto es engañoso porque, ¿cuándo empiezan a pasar realmente las cosas? Se trata de ubicar, de centrar, de poner las cosas fáciles. Es como si el que cuenta y el que escucha firmaran un pacto por el que se da por sentado que no es rigurosamente cierto que todo empezara ahí, en esa marca roja del mapa, en ese arabesco del tiempo, pero se establece que de alguna forma tienen que arrancar los hechos. Supongo que Alfredo Castán me perdonará -allí donde esté- si el comienzo de mi narración no da en el centro de la diana o si eran otras sus expectativas.
Lo cierto es que había una ciudad en alguna parte (quizá el nombre sea lo de menos) conocida como la ciudad de los chistes malos. El nombre se lo puso un tipo, en los años setenta, que iba con su coche destartalado vendiendo productos de belleza puerta por puerta. Se bajaba con su maleta gastada y llamaba a un timbre. Hola, señora, buenos días, le traigo la solución ideal para las arrugas, decía, o cosas por el estilo dependiendo del día y el humor que llevara puesto. Muchas mujeres le dejaban pasar y examinaban con cierto deleite los frascos y los tarros de cremas. El tipo nunca hacía demostraciones en vivo, se limitaba a su verborrea y a los piropos que tenía a mano para alabar el tipo de piel o el semblante luminoso de una u otra. Algunas mujeres no le dejaban pasar, le decían que sus maridos no estaban en casa o que tenían que poner la lavadora. En realidad era un trabajo de mujeres y nunca supe por qué se lo dieron a él. En la oficina muchos se reían de él porque pensaban que era un invertido y esas cosas que se decían en aquellos años. Pero yo no, yo nunca lo pensé. Un día una mujer le dijo que se marchara de su casa si no quería que llamase a la policía y le denunciase por pervertido. El tipo, entonces, sonrió un poco más de lo habitual y se retiró con una media vuelta digna de acabar en el Museo de los Vendedores a Domicilio.
Después de una jornada de trabajo normal se retiraba a un piso que tenía alquilado en un barrio obrero de las afueras. El edificio era un bloque sin gracia. Una de las cuatro esquinas de la doceava planta era su hogar, sus setenta metros cuadrados de paz amenizados por un tocadiscos Phillips de madera y una colección de música ligera que incluía a Frank Pourcel, Paul Mauriat y una heterogénea mezcla de ritmos del momento para cuando tenía invitadas. Las vistas del piso eran lo que eran. La pequeña terraza de barandilla negra daba a otro bloque idéntico al suyo y más allá no había nada salvo unas chabolas de gitanos que apilaban bañeras, tazas de váter y bicicletas oxidadas que brillaban como tesoros mayas al sol del atardecer.
Al llegar a casa dejaba la maleta de las cremas junto al mueble de bambú de la entrada; encima había colgado un espejo en forma de sol con una bombilla de sesenta vatios por detrás que servía de excusa para falsos comentarios improvisados del estilo: mira, este sol luce como tú, mientras besaba el cuello de alguna y le quitaba lentamente el abrigo. Estamos hablando de una época en la que se hacían esas cosas, en la que la sensualidad era un oficio lento y recargado que exigía la creación de atmósferas especiales.
¿Lo de las cremas daba para vivir? Pues daba para vivir como vivía él: solo, sin hijos y con un ascetismo culinario digno de una congregación religiosa de provincias. Su único lujo era la ropa. El armario de su dormitorio tenía tres puertas. La puerta de la derecha escondía la ropa de verano, las camisas estampadas con palmeras, paramecios y rombos; incluso la que utilizaba en las noches más especiales: negra, de un tejido inverosímil que tenía algo de viscosa, algo de terciopelo y un toque de seda; lo cierto es que brillaba y no hacía falta que la estancia estuviese muy iluminada para que los destellos se desperdigasen por el aire haciendo que sus acompañantes entrasen en una especie de tormenta de sensaciones oculares de la que sólo se podía salir después de un gran trago de ginebra. En la puerta del centro estaba la ropa de entretiempo; Alfredo decía siempre que un hombre se distingue por su ropa de entretiempo, aseguraba que los pobres no tienen ese tipo de prendas y que una mujer sabe valorar esos detalles. Había cazadoras ligeras de grandes cuellos y elástico en la cintura, suéters de algodón como los que usaban los tenistas ingleses de principios de siglo, zapatos de ante, zapatillas de lona; hasta unos pantalones muy ajustados color verde manzana. Imagínense quién sería capaz hoy de llevar algo así. En la puerta de la derecha vivía la ropa de invierno, pero con esa no merece la pena extenderse salvo por una gabardina larga color yema de huevo que desataba la las más bajas pasiones. Digamos que en ese armario acababa gran parte del dinero de las cremas.
El resto de la casa pasaba desapercibido. Una cama. Una mesa de comedor con unos perros de porcelana encima, un tresillo verde, una mesa de café y una librería castellana con mueble bar.
Por las noches hacía tortilla de patatas en una sartén pequeña. Se sentaba en un taburete y pelaba dos patatas con un cuchillo de mango nacarado, en silencio; en calzoncillos si era verano o con el albornoz anudado si era invierno. Por el patio subían las conversaciones, el olor del aceite, las peleas, los restos de humanidad que se desperdigaban con la caída del sol, las disputas amorosas de personas que nunca habían leído a Ovidio y un rencor generalizado que chisporroteaba en todas las sartenes del edificio, ¿dónde nacería aquel rencor?
Cuando la tortilla estaba cuajada la ponía en un plato y se iba al salón, encendía la tele y veía las noticias. Después de cenar se duchaba, se peinaba, se echaba demasiada colonia y elegía minuciosamente la ropa para salir. El tipo tenía un coche muy feo y destartalado, como ya dije; visto ahora parecería un tanque minúsculo, el tanque que un payaso elegiría para hacer reír a los niños en una función de pueblo. Con ese vehículo trabajaba y con ese vehículo recorría la ciudad de noche en busca de presas.
Su local favorito era uno en la zona norte, se llamaba El caballo de cristal, era como una cueva decorada con espejos y velas en la que el sudor se mezclaba con el olor a desinfectante y lo hacía tan bien que a veces parecía que los dos bailasen juntos en la pista vacía sin que nadie les mirara. El tipo llegaba y se pedía una copa en la barra, acercaba un taburete y sacaba muy despacio un cigarrillo de su cajetilla de Rex mientras se hacía una composición del lugar. En su cabeza se trazaba un mapa con puntos luminosos, puntos con faldas de terciopelo o puntos con vestidos cortos de lana. Daba igual. Era un hombre solo, fumando tabaco negro y con una historia que contar.
La mayoría de las noches volvía solo a casa. Al entrar iba directo a la cocina, abría la nevera y se comía las sobras de la tortilla de la cena, lo hacía de pie, mirando la oscuridad del patio que a esas horas se confundía con la boca de un dios desaprensivo que daba cuerda a las pesadillas de sus vecinos.
Un sábado de verano de 1972 se suicidó una mujer del bloque de enfrente, se tiró del octavo piso después de que hubiera dado de desayunar a sus dos hijos. Vino la policía y un furgón oscuro que se llevó el cadáver. En el suelo quedó una marca de sangre entre la acera y un pico de césped junto a un arbusto pelado. La sangre se quedó allí varios días sin que nadie la limpiara. Los niños que jugaban a la pelota miraban la marca y salían corriendo. El portero del bloque, cuando pasaba la fregona al portal, también la miraba pero no se atrevía a fregarla o, por lo menos, a vaciar el cubo encima para que se atenuase el color.
Aquello del suicidio perturbó al tipo. A la semana siguiente le costaba sonreír delante de las señoras cuando sacaba los tarros de crema, incluso los piropos parecían más apagados, más ministeriales, y eso las clientas lo percibían, haciendo que se recortase el tiempo asignado para dejarse embaucar. Hasta la tortilla de por la noche le sabía diferente, más rancia, como si los huevos llevasen cinco meses en la nevera.
Empezó a dejar de salir por la noche y se enganchó a las imágenes en blanco y negro que le ofreciera su televisor. Dormía mal, daba muchas vueltas en la cama, se tenía que cambiar de pijama a media noche por el sudor. A veces se levantaba y salía a la terraza a fumar, se apoyaba en la barandilla y fijaba la vista en el lugar en que había caído la mujer. Intentaba comprender qué le habría empujado a hacerlo. Luego miraba hacia abajo y pensaba en su propio cuerpo cayendo en pijama. Pensaba en los segundos que tardaría en tocar el suelo, en lo que pasaría por su cabeza, en lo que harían sus pulmones o su páncreas, ¿cesarían las funciones más vitales durante el trayecto?, ¿existiría un estado de excepción para un organismo que sabe que va a morir? Quizá sería como esas cosas que dicen en las películas: una versión comprimida de su vida, fotogramas acelerados de tarros de crema, mujeres demacradas, tenedores batiendo huevos y telediarios. Cuando pensaba esas cosas se agarraba con más fuerza a la barandilla por si una parte de él le invitase al vacío. Después volvía a entrar en el piso y se metía en la cama.
Pasaron varias semanas así. Fue un tiempo no vivido, un extraño paréntesis de lo real que él aceptaba como podía. Aceptar era un verbo que sabía conjugar sin esfuerzo. Desde pequeño comprendió que la vida era aceptación y que el que mejor lo entendiera tendría más papeletas para ser feliz. Todo esto no viene en los libros ni aparece destacado en los títulos de los discos que compran los tipos como Alfredo. Simplemente se va aprendiendo y un día se hace con los ojos cerrados, como estarían los ojos de la mujer cuando voló desde el octavo piso hasta el suelo, cerrados mientras su cabeza pensaba que sus hijos ya habían desayunado y que su marido tenía la comida preparada en la nevera y que sólo tendría que calentarla y sentarse con su dolor a la mesa. Los hombres olvidan el dolor comiendo, eso también lo sabía.
Pasó algo más de un mes. Las ventas del tipo habían caído en picado. Una noche le llamó el director de zona, un tipo gordo, calvo y con muy mala hostia. Le dijo que eran malos tiempos y que estaban pensando en recortar la red de vendedores a domicilio. El tipo se quedó muy quieto delante del teléfono verde claro que le habían colgado en el pasillo, miraba el aparato como si fuese el culpable o el aliado de su jefe, después colgó. Las patatas se estaban quemando en la sartén, las retiró del fuego pero no las sacó. Como era verano estaba en calzoncillos y no sabía muy bien qué hacer ni a dónde ir después de una noticia así. Esa noche no cenó. Simplemente se vistió y bajó a dar una vuelta por el barrio. Lo primero que hizo fue visitar el trozo de acera del suicidio. Habían colocado un ramo de claveles rojos, algunos estaban pisoteados o mordisqueados por los perros o chafados por los balonazos de los niños. La sensación se parecía mucho a cuando iba a misa de pequeño. Mirar aquel trozo de acera era como mirar el sagrario de una capilla o la tumba de algún obispo que murió en una oscura batalla de la Edad Media. ¿Era eso la muerte, ese escalofrío lejano e impúdico que se siente al contemplar la muerte de un desconocido y aliviarte pensando que no es la tuya, que no es tu hora la que toca la campana?
Los días que vinieron no fueron mejores. Tenía la sensación de ir vestido de astronauta todo el día; un astronauta que intentaba tomar café pero que al llevarse la taza a la boca chocaba con el cristal de la escafandra; un astronauta que escuchaba las predicciones meteorológicas frente al televisor como si fuese una información encriptada, una grabación ralentizada y llena de ecos llorosos. ¿Tanto le había afectado el suicidio de aquella desconocida como para que su vida se pareciese cada día más a una pesadilla?
Hasta sus costumbres alimenticias cambiaron, ya sólo comía fruta y yogures de los de tarro de cristal que rebañaba durante largo rato aunque ya no quedara nada. Empezó a dormir boca abajo y con la luz de la mesilla encendida. Supongo que todos tenemos nuestras manías y son muy respetables pero Alfredo comenzó a resbalar hacia ese lado en el que la gente deja de mirarte a la cara y cuando hablan de ti cambian el tono de voz como si ya estuvieras muerto o te hubieses vuelto alguien digno de lástima. ¿Qué fue del granuja que sabía qué canción ponerle a cada una de sus conquistas para que se rindieran en sus brazos?
Ahora, con el paso de los años, reconozco que no me porté con él todo lo bien que hubiera deseado. Alfredo tenía un encanto especial. Tampoco es que hablara mucho ni que fuera el tipo más simpático del mundo. Pero tenía algo, ya lo creo que lo tenía: era un seductor lleno de torpezas, quizá fuera esa la clave del magnetismo.
Un día, cuando me enteré de que no salía de casa y de que empezaba a mostrar signos de cierta anormalidad en su carácter, me decidí a hacerle una visita. Compré una botella de Calisay y unos pasteles. Sabía que le gustaba el Calisay, que siempre tenía una botella en su mueble bar junto a unas copitas de licor esmeriladas y de tallo alto que seguro que apreciaban mucho sus amiguitas. Total, aparecí en su casa con la botella y la bandeja de pasteles. Al llamar a su timbre tuve la sensación de estar haciendo algo sucio, que nadie me pregunte por qué, no lo sé; no había nada raro en mi visita, era una cortesía con un compañero de trabajo que lo estaba pasando mal.
-Alfredo, machote, ¿cómo estás? –le dije cuando abrió la puerta y apareció en calzoncillos y con una camisa llena de lamparones.
Reconozco que los temas de conversación me duraron diez minutos, después de los cuales todo se me hizo cuesta arriba incluso con las dos copas de Calisay que me tomé casi de un trago para intentar romper el hielo. Alfredo permanecía sentado en una butaca con la mirada perdida. De vez en cuando cogía un buñuelo de crema y se lo metía en la boca como si fuese un perro y después lo tenía allí dentro un buen rato, masticando despacio, ensimismado. La puerta de la terraza estaba abierta. Recuerdo que empezó a oler a tierra mojada y los visillos empezaron a moverse con el viento. A los diez minutos estalló una de esas tormentas de verano que duran veinte minutos pero que parecen el fin del mundo. Hasta se fue la luz.
No sé por qué se puso a llorar de repente. Le vi agachar la cabeza y después llegaron los sollozos que más parecían de un perro herido que de una persona. Nunca había estado a solas con un hombre que lloraba. No supe qué hacer. Pensé en acercarme y sentarme a su lado. Pensé en pasarle la mano por la espalda para que sintiera mi adhesión en esos momentos tan amargos, pero no fui capaz. Al fin y al cabo éramos dos hombres solos frente a una bandeja de pasteles. Dos hombres confundidos y asustados; encima, uno de ellos estaba llorando.
Al poco rato volvió a irse la luz y Alfredo dejó de llorar pero siguió con la cabeza agachada y las manos atusándose el pelo de forma automática, con un movimiento que hipnotizaba en medio de la oscuridad.
Me contó lo de la mujer que se suicidó. Me contó que esa muerte le había hecho pensar en su vida, en la soledad, en el sentido de todo. Habló un buen rato. Yo le dejé porque pensé que así se desahogaría, que le vendría bien transferir todo ese dolor aprovechando la intimidad del apagón.
-Abrázame, te lo ruego –me dijo otra vez entre sollozos.
Me levanté y le abracé con un solo brazo mientras que con la otra mano mantenía mi copa de Calisay haciendo equilibrios para que no se derramara. Dos hombres abrazándose torpemente en medio de una tormenta. Creo que dos hombres perdidos en medio de la edad madura. Perdidos y confundidos por el peso de sus vidas, por esas mochilas imposibles que nos colgábamos cada mañana al despertar.
Lo del beso, pensado ahora, no fue tan raro. Claro que han tenido que pasar muchos años para que lo entendiera, para que le quitara esa sombra de lo prohibido que estuvo en medio de mi vida tantos años. Yo nunca fui un invertido ni Alfredo tampoco. A los dos nos gustaban las mujeres, eso estaba fuera de toda duda. El beso fue algo que vino con la tormenta, algo oscuro que duró lo mismo que un relámpago. Alfredo buscó mi boca con la suya como el que busca una salida de emergencia en un edificio en llamas. Yo le dejé encontrarla porque en ese momento sentí que debía hacerlo. A ver, ninguno de los dos lo hicimos por sexo. Hablo de una complicidad masculina de cuando estás al final de una batalla y sientes que debes abrazar a un soldado moribundo y sujetar su mano entre las tuyas para que abandone este mundo dignamente. No somos perros ni lombrices ni reptiles a los que puedes cortar la cola con un machete y ya está. Somos personas y tenemos sentimientos y mucho miedo.
Ese beso fue como si se lo diera a mi hermano o como besar el pie de un santo delante de un cura. No hubo ninguna emoción erótica. Fue un beso de iguales. El que le pudo dar el general Caster a un capitán con el que había luchado durante años, a las afueras de una población en llamas y a las puertas de la muerte. ¿Por qué imagino al general Caster besando a un capitán moribundo? En realidad pasó y ya está. No quiero justificarme ante nada ni ante nadie. Yo sé lo que hubo y es suficiente. ¿Pero por qué mi conciencia no se quedó tranquila? ¿Por qué en mi cabeza se quedó esa imagen de los labios de Alfredo buscando los míos en la oscuridad? ¿Por qué recuerdo su aliento dulzón y esa nube de vapor de alcohol colándose en mi boca?
Cuando pasó la tormenta se tumbó en el tresillo y se tapó la cara con las manos. Yo me tomé otra copa y después entré en su cuarto de baño. Recuerdo que me lavé la cara varias veces con mucha fuerza. Hasta me pasé su cepillo de uñas por los labios como si tuvieran roña, como se hace con las rodillas o las uñas de los niños. Después me peiné con su peine y abrí las dos puertas forradas de espejo del armario. Aparecieron tres rostros en distintas perspectivas, tres rostros que de pronto comenzaron a reír sin motivo. No creo que Alfredo escuchara mis carcajadas desde el salón. No hubiera sido agradable saber que el tipo al que acababas de besar se estaba riendo delante del espejo de tu baño. La vida es extraña, la vida es como un chiste malo. Eso lo decía siempre Alfredo cuando pasaba por la oficina para ver al jefe o para recoger las nuevas muestras de cremas que llegaban de Francia. Allí estaba yo, en un baño de azulejos grises de la ciudad de los chistes malos, riéndome de mí mismo o de la falta de control sobre las cosas que nos pasan.
Cuando recuperé la compostura salí del baño y regresé al salón. Sonaba una música que nunca había escuchado. Parecían unos coros rusos sobre una melodía romántica. Sabía que aquel tema pertenecía a la banda sonora de una película que había visto hacía años, no era Doctor Zhivago pero se parecía. Alfredo no estaba. Supuse que estaría en su dormitorio cambiándose de camisa, eligiendo una de color salmón o de tonos pistacho o uno de aquellos polos ajustados de generosos cuellos que tanto le gustaban. Me senté a esperar. Después vinieron los gritos desde la calle. Al principio pensé que se trataba de una pelea o de un gitano que había robado un bolso. Cuando me asomé a la terraza vi el cuerpo de Alfredo Castán desplomado sobre el techo de un coche; tenía los brazos en una posición antinatural, de esas posturas que sólo permite la muerte. También su pierna derecha parecía estar doblada hacia dentro pero pendía en el aire como un miembro de marioneta dejado caer sobre una caja de zapatos. Después llegó el coche de policía y una ambulancia de esas que ahora ya no se ven, un Seat 1500 ranchera de color blanco. ¿Para qué vino la ambulancia si Alfredo ya estaba muerto? Supongo que había que seguir el procedimiento. Vete a saber. Luego llamaron a la puerta.
Todo lo que pasó después resulta aburrido e inútil de contar. Una muerte, un suicidio, uno más. Ocurren a diario mientras mojamos galletas en el café o nos afeitamos o pelamos una pera escuchando a una vecina que canta por el patio. Alfredo no pudo más y lo hizo. No creo que fuera por el beso ni por la vergüenza de volver a ver mi cara. No. Yo nunca me tiraría de un doceavo piso por esas bobadas. Pero no somos iguales. Si lo fuéramos no se contarían historias. Nadie llegaría y diría: “había una ciudad en alguna parte”, porque todas las voces se reducirían a una sola que se repetiría eternamente sin necesidad de un principio ni un fin.



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