30/7/12

Metía hormigas en un bote de mermelada. Todavía no sé porqué había tantas en la terraza del apartamento. Como nunca me ha gustado dormir la siesta me entretenía en esa hora en la que parece que el verano juegue a muerte transitoria mientras las personas sudan sobre un colchón con las persianas bajadas y el rumor de las chicharras golpea el silencio fuera, colonizando la nada que queda al sol. Cuando conseguía meter diez o quince hormigas cerraba la tapa y observaba. Algunas se quedaban en el fondo, no sé si en un rapto de sensatez o quizá intuyendo que su suerte estaba echada. Otras trepaban por los laterales hacia la salida. Al llegar volvían a hacer el camino contrario. Si el aburrimiento era más voluminoso o el calor de ese día resultaba insoportable agitaba con rabia el bote creando el caos en su micromundo. Jugar a ser Dios en la siesta, así se llamaba el juego. Las más grandes tenían el abdomen rojizo. El movimiento de sus antenas resultaba inquietante y durante algunos segundos conseguía paralizarme la sangre como el que contempla la disección de un cuerpo conocido pero sin vida. ¿Sería esa la sensación del poder, la embriagadora certeza de que en tu mano está el destino de alguien? Muchos dictadores en la Historia han jugado a lo que yo jugaba en la siesta de todos aquellos veranos. Sus botes eran más grandes, había más hormigas dentro, incluso tenían apariencia humana, aunque sus gritos de horror tras el cristal llegaran suavizados a los oídos del tirano. Idi Amin y su bote. Mao Zedong y el suyo. Ha habido tantos que faltarían envases. Cuando mis padres se despertaban y comenzaba a escuchar los ruidos de la casa poniéndose de nuevo en marcha, abría el bote y las liberaba. Me gustaba verlas alejarse confundidas, alteradas, quizá horrorizadas por el martirio y deseando encontrar un lugar a salvo en el que al día siguiente no pudiera encontrarlas el infortunio. El diablo en la siesta sería mejor nombre. Después del juego, el pequeño general advenedizo se ponía en pie, se sacudía las manos y merendaba frente al mar. Las inmerecidas condecoraciones que adornaban mi guerrera tintineaban siniestramente con la brisa.

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