29/7/12

La cantante se llamaba Mari Trini y actuaba esa noche en un hotel de la playa. Yo tenía ocho años. A esa edad pasas por alto las conexiones emocionales que desarrollan los adultos con las canciones que escuchan; por ejemplo, las de mi padre cuando ponía un disco y permanecía frente al aparato fumando hasta que algo le sacaba de su acorazado mundo interior. Mari Trini parecía una mujer provinciana que no ha tenido mucha suerte en la vida. Cuando salió al escenario la gente empezó a aplaudir entre la luz verdosa de los focos. Los de las primeras filas se levantaron. Algunos arrojaban claveles y rosas que ella recogía paciente y agradecida. Tenía chepa. Este detalle nunca lo observé en las portadas de los discos. Siempre eran fotos frontales o algunas de perfil con la cantante apoyada en una columna o en la fachada de un edificio y la mirada estudiadamente perdida. Su expresión era triste, triste y cercana. Podía ser la misma de cualquier tía soltera de cualquier familia española de clase media. Las letras de sus canciones no desmentían esta imagen: también eran tristes y cercanas. Hablaba de desengaños, de su condición de segunda mujer para un hipotético hombre, de amante ocasional, de capricho que pronto acaba en el olvido. El público escuchaba con una pose cercana a lo religioso. Una devoción que también contenía cierto aire condescendiente de saberse a salvo de lo que narraba pero también con la empatía que despierta escuchar el caso de un familiar cercano que ha pasado un mal momento, algo que se escucha con tranquilidad mientras piensas: no soy yo, no es a mí a quien le pasan esas desgracias. Fuera lo que fuese me aburría. Lo único que podía hacer era investigar por los rincones y observar la colección heterodoxa de insectos que eran atraídos por los focos verdes. A unos cincuenta metros estaba el mar, a esas horas negro y ausente, extendido como una premonición a lo largo del horizonte y en actitud de espera; pero, ¿esperando a quién? Aproveché uno de los largos aplausos para desaparecer del alcance de mis padres para ir a pisar la solitaria arena de la playa. Cuanto más me alejaba más irreal parecía lo que dejaba atrás: un enjambre de brillos y sonidos que iban perdiendo prestancia a medida que me acercaba al mar. Apenas había olas. La noche era clara y con muchas estrellas. Algunas de ellas parecían encontrarse sospechosamente cerca, como si el cielo hubiese decidido tener unas dimensiones más razonables para disfrute de los veraneantes. Entonces sucedió. Me refiero a lo de las luces rojas, verdes y azules en el cielo: una hilera de luminancias perfectas que surgieron de la nada para mí. Mi primera reacción fue correr hacia el hotel. El corazón parecía querer llegar antes que yo. Recuerdo que tropecé con la cadena de unas hamacas apiladas y caí a la arena. En ese momento pude sentir lo deprisa que pueden trabajar los pulmones bombeando aire de forma frenética como si tuvieran prisa porque se acabase el mundo. ¿Sería el fin? ¿Sería justo ese momento en que la Tierra iba a ser invadida por una forma de vida desconocida? ¿Por qué habían elegido precisamente el día del concierto de Mari Trini para su invasión? Fuera como fuese me levanté del suelo y volví a a mirar al cielo. Las luces habían desaparecido. Todo volvía a ser tan inquietantemente familiar como antes. De vuelta al hotel fui pensando si llegaría el día en que le contase a alguien lo sucedido.

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