29/7/12

Hace tiempo que lo sospecho: todos los lugares en los que he estado permanecen conectados entre sí. No es una teoría científica: las palabras, sobre todo las mías, son agentes no oficiales, meros observadores que se contentan con las maravillas de una excavadora abriendo sus mandíbulas en el aire justo antes de morder la tierra de una obra. Pero la sospecha cada vez es más firme. Un ejemplo. Esta mañana me he levantado pensando en una estación de metro de Berlín. El aspecto abovedado del andén me ha llevado a un pasillo del aeropuerto de Singapur. He caminado como lo hice en su momento. A mi lado estaba Núria. Llevábamos bolsas en las manos. La desbordante luz oriental se colaba por los ventanales y confeccionaba a mano cuidadosos brillos que después colocaba en nuestra piel de hace catorce años. Al mismo tiempo, cuando el vagón de metro apareció en el andén y abrió sus puertas sentí que Berlín era una ciudad más exuberante de lo que pensaba. La vegetación en el interior del vagón me hacía difícil avanzar, pero resultaba hermoso y desconcertante recibir en la cara el vapor de los microaspersores a la vez que escuchaba el sonido ambiente de una selva por los altavoces metálicos del techo. ¿Tendría que ver con que la estación estaba cerca del jardín botánico en la Königin-Luise-Straße? La misma persona que viajaba bajo el suelo berlinés era la que caminaba por el interior de un dedo de cemento y cristal a miles de kilómetros y en otro tiempo. Una misma extensión burlona del espacio que sólo se puede descubrir cuando estás lejos y ha pasado el tiempo suficiente para comprenderlo. Supongo que es una mala noticia para las agencias de viajes. No es agradable (ni comercialmente oportuno) descubrir que sólo hay un destino posible y que el resto de lugares sólo son recovecos de un mismo laberinto, una difracción que se produce cuando la luz choca con ese cuerpo llamado memoria.

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