29/7/12

Núria hace spinning por la mañana. Lleva casi todo el mes levantándose a las siete y media. Procura no hacer ruido para despertarnos. Entra en el salón, donde colocamos hace dos años la bicicleta en uno de los rincones junto al aparador, y cierra la puerta. Muchas mañanas escucho el movimiento del disco metálico de la máquina, una fricción lejana, amable y regular que en ocasiones me lleva otra vez al sueño forzando una prórroga o creando un apéndice onírico que casi nunca dura más de una hora. Los últimos coletazos de un sueño se entreveran con la realidad sin que podamos remediarlo. Este tránsito no es angustioso, o no lo es por regla general, salvo cuando la experiencia ha sido inquietante y necesitamos sabernos al margen hasta que la respiración se calma y volvemos a contentarnos con el tacto conocido de las sábanas. Si viviese en un molino de viento me gustaría que el sonido de las aspas me produjese el mismo efecto. Pero es mi mujer la que lo hace, la que con sus pedaladas parece que liberase la electricidad necesaria para mover el día. ¿Y si fuera así? ¿Y si las personas que viven con nosotros fuesen las que con sus simples actos nos dijeran: te doy otra jornada, abre los ojos y mira todo lo que he preparado para ti, he fabricado el mundo que me pediste, toma? Cuando me despierto abro la puerta del salón y la miro: su espalda se curva con una marcialidad seductora que me hace pensar en un ejército de mujeres persas a lomos de elefantes, un movimiento que desdice la pereza o la apatía o esa idea de que el tiempo es un dragón que se disfraza de lo que sea para soplarnos fuego a la cara.

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