28/8/12

El tiempo es tránsito y no otra cosa. De cerca parece una mesa llena de recortes de papel o de pasta extendida con la que alguien hizo galletas y después se olvidó de tirar. Todo eso que parece sobrar es lo que nos nombra y nos hace ser lo que somos. Por eso hay días que se muestran estáticos, con síntomas de una extraña congelación interna a la que asistimos embobados o perdidos caminando hacia a
trás por una calle inventada en un sueño. La apariencia de esos días resulta inconfesable. Nadie se detiene junto a otros para hablar de tal asunto. Nadie es capaz de considerar coloquial una batalla tan sorda y a la vez tan inencontrable. Para contrarrestarlo (o simplemente para seguir viviendo) es aconsejable entrar en una tienda y tomar en las manos ese objeto que ya sostuvimos ayer. Estos ejercicios pueriles tranquilizan, nos sitúan en lo conocido aunque tal descubrimiento no nos alumbre. Preferimos las certezas a los milagros, a pesar de que la elección nos deje un poco más huecos por dentro, como una campana en medio de una selva que nunca se balanceará.

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