15/6/12

Rodeando el lago hay unos edificios abandonados. También hay suciedad: envases de otra época, juguetes rotos y otras cosas que nunca había visto. A la derecha hay una caseta blanca. La puerta está entreabierta. Por eso me acerco. Al entrar descubro que no hay nada. Imaginaba barcas apiladas, remos, enseres de navegación que Dios o la gente que trabaja para Él almacenen allí junto a botes de pintura o herramientas. En una de las paredes veo un interruptor parecido a los que tenían los ascensores antiguos. Sólo hay dos botones. Decido apretar el de arriba. Al hacerlo la puerta se cierra y la caseta comienza a ascender lentamente. Asomado a la ventana contemplo el lago haciéndose pequeño y también los edificios que, vistos desde arriba, parecen de broma y más abandonados que a ras de suelo. ¿Qué significa mi ascensión? ¿Hay otro Cielo más allá del Cielo? Decido calmarme y me quito de la cabeza la necesidad de saber más de lo que me ofrece la situación. Dios estaba allí abajo hace un rato. Le vi en su mecedora de oro. Le vi en su hoja perenne, acomodado como una consecuencia dulce de la lluvia. Me tumbo. Siento la fuerza que nos impulsa hacia arriba clavada en la espalda. El empeño se cuela por las fibras de mis músculos y me eleva. Pero la ascensión sólo es física. Nada me hace notar que mi espíritu siga la misma dirección aunque sea de forma figurada. La falta de sincronía me entristece. ¿A dónde iré, a qué metacielo. a qué universo fronterizo y desconocido me dirijo?
La caseta se para. La puerta se abre. Lo hace sin misterio. No hay humo blanco ni suenan músicas orquestales. Salgo y camino. Se parece a lo que había abajo pero con árboles rojos. Veo mi colegio y la tienda de patatas fritas y chucherías que había en la plaza. El mostrador es el mismo: madera gastada, repintado de tantos verdes que competiría con éxito con cualquier bosque. La dueña está en la misma posición que cuando entraba con mi madre, los brazos apoyados en un ángulo abierto, los ojos entornados, la bata azul marino. Me mira. No dice nada. Su figura tiene un aspecto gaseoso pero amable. Sigo caminando y entro en una capilla diminuta. Dios está en el altar, sentado en una silla plegable. Tiene una guitarra acústica en las manos, una Baby Martin a la que le falta la sexta cuerda. Al verme empieza a tocar unos arpegios bastante básicos. Me siento en la primera fila y escucho. Lo hago sin reverencia, como el que escucha tocar a alguien en un parque. Los arpegios pertenecen a una canción de Pink Floyd, una que he escuchado muchas veces, Wish you were here. No toca mal aunque diría que suena como si estuviese pregrabado el sonido, incluso hasta su presencia podría ser una proyección muy evolucionada que hasta ese momento no había visto. Cuando me canso de escuchar salgo de la capilla y sigo con mi paseo. La caseta que me trajo hasta aquí ha desaparecido. Ya nada me ata a los mundos inferiores. Nada me recordará a mi existencia anterior allí abajo. Mi obligación es continuar. A lo lejos diviso un pequeño apeadero de tren. Iré hasta allí y me sentaré a esperar lo que tenga que venir.