31/5/12

Sé que se sube por unas escaleras de mármol pero no es una escalinata propia de palacio ruso, más bien serían unas escaleras mecánicas de proporciones desorbitadas, la obra de un loco con dinero que quisiera dar a entender desde el principio quién es y qué piensa del mundo. Nada más ascender, cuando uno ya está en el piso superior, se puede ver el lago artificial. ¿Por qué digo artificial? ¿Qué me hace pensar que toda esa masa de agua no es fruto de la propia naturaleza? ¿Quizá la ausencia de cielo a la manera convencional, un azul irritante y terso que lo abarque todo y de los pájaros que lo surcaban en vuelo ralentizado y geométrico? Porque en vez de tal cosa sólo se intuía una tela abovedada que se combaba dócilmente creando ondulaciones que acababan muriendo más allá de la vista. Todo lo que rodeaba al lago también parecía artificial aunque no exento de cierto encanto, algo que los poco exigentes confundirían con la belleza. Dicen que después hay que caminar bastante. Dicen que el crujido de las pisadas es alentador, tan humano que hace saltar las lágrimas, nada que ver con los pasos por el mundo conocido, por la piel dura de la Tierra a la que por obligación estamos acostumbrados. No hay un camino. Nada indica por aquí o por allí ni se ven letreros luminosos con flechas para que el visitante se pueda abandonar a sus pensamientos sabiendo que llegará sin problemas a su destino. Sin embargo, llegas. O eso dicen los que han estado y tuvieron la fortuna de volver y contarlo. O puede que todo sean figuraciones, una burda leyenda se fue inflando de boca en boca hasta reventar. Y cuando llegas le ves. Está ahí. Sentado en su mecedora de oro. Sentado en su banco invisible. Sentado en una hoja perenne que le acoge como una gota mansa de lluvia. Está sentado y te mira. Es Dios. Tiene bigote. Parece amable aunque callado. Él deja que hables. Te escucha aunque mire a otro lado. Descifrar el objeto de su mirada sería ridículo. Dios mira todas las cosas y todas las cosas le devuelven la mirada a su manera. Tú no te sientas. Permaneces sujeto por tu asombro: dos manos fuertes que te atornillan los músculos para que no te derrumbes. Tu boca se abre sola. Ya no mandas. Las palabras que tenías guardadas salen como golondrinas. Dicen que en esos momentos sales de tu cuerpo y te observas como el que observa a su hermano. Mientras puedes contemplar despreocupadamente todo, los pájaros sintéticos, las montañas de diorama que lo circundan todo, hasta el aire, que parece expulsado de una gran botella aromatizada que hubiese en algún rincón. El aire pesa menos y en tus pulmones entra como un invitado tímido y considerado que se descalzara a la entrada para no manchar.
Dios está sentado y tú estás de pie. A pesar de la rigidez no te sientes incómodo. Pareces el alfil de un ajedrez humano al que le hubiesen rociado un barniz incoloro pero brillante, un líquido que se acaba colando dentro porque tu piel ha decidido ser permeable ante los extraños y dar la bienvenida a un nuevo tiempo radiante. Todas estas cosas las sé de oídas, ya lo he dicho, aunque a veces confundo lo que me dijeron con lo que imagino. Cuando cierro los ojos está ahí. No es un sueño. hace muchos años que no lo hago. Mis vigilias caen como piedras en la noche y no dicen luego nada de dónde o con quién han estado. me devuelven a la vida tal cómo me fui. Por eso digo imaginar. Hablo de cerrar los ojos y verlo: la escalinata mecánica de mármol, las aves de vuelos geométricos, la espesura artificial del paisaje, el bigote de Dios, su silencio y las palabras que se vuelven locas y aparecen de dentro y comienzan a contarlo todo.