22/5/12

Una habitación de hotel. Penumbra. Es invierno. La mujer está desnuda sobre la cama, boca abajo. Tiene las manos enlazadas sujetando la barbilla. Contempla algo en la calle, quizá los coches que pasan a cámara lenta con las luces puestas y entregados a una realidad distinta. El hombre pasea por la habitación. Parece que busca algo, incluso se palpa instintivamente los bolsillos aunque esté desnudo. Después se tumba a su lado. Si hubiese una cámara grabándoles elegiría ese mismo plano lateral: sus dos rostros, el de ella en primer término, el de él más alejado aunque casi superpuesto al de la mujer; al fondo la ventana con su cuadro nocturno, ralentizado, una pecera que les gusta observar porque les hace pensar en las contradicciones o en los milagros o en ambas cosas juntas e indivisibles como se ha demostrado siempre en sus vidas. La mujer mira el reloj y se incorpora para vestirse. Es tarde, le dice al tiempo que le retira las manos de su cadera. Un poco más, dice él intentando que su tono alcance la súplica digna de quien pide cariño sin necesidad de arrodillarse. No puedo. Mientras ella se viste él la observa tumbado boca arriba y con las manos en la nuca. Piensa en cómo era ese cuerpo hace veinticinco años: el pecho más firme, los muslos más delgados. Pero la piel es la misma. Y también lo que hay debajo y todo lo que no se ve: la determinación femenina de sus movimientos, el constante misterio, incluso en la forma de recoger una media del suelo y alisarla en el aire con una mano dentro mientras la otra estira. Después se mete en el baño. Ya no la ve. Ahora solo imagina. Lo imaginado se codicia más. Escucha un grifo, después la cisterna, luego nada. Solo su presencia frente al espejo, un cepillo bajando por el pelo, el clac del estuche de maquillaje. Y luego otra vez nada, un tiempo que solo le pertenece a ella. Entonces es cuando piensa que si sumara todos esos momentos de los últimos veinticinco años obtendría otra existencia aparte, paralela a la suya pero desconocida. Todo ese tiempo era la llave, pero él nunca la tendría. Después se levanta de la cama y empieza a vestirse pensando en las limitaciones de entregarse a alguien, en los caminos vedados, en las vallas electrificadas y las trampas zafias en mitad del camino; en las salas de espera de los que nos aman, en las que permanecemos al otro lado de la puerta respirando despacio y con la frente apoyada en la madera hasta que reunimos el valor necesario para entrar.