11/5/12

Ya he dicho que Esperanza del Campo era una mujer corpulenta. Como además siempre iba vestida de negro me imponía ver su figura cuando abría la puerta de su casa. Casi todos los domingos íbamos a verla. Yo me quedaba en el recibidor plantado detrás de las piernas de mi madre. Me agarraba con fuerza a su falda para que mi abuela no me viese. Desde mi escondite podía escuchar su lamento: este niño no me quiere, hay que ver, qué le habré hecho yo. Supongo que las recriminaciones iban dirigidas a mi madre para que me aleccionara a su favor.
-¿Por qué no quieres besar a tu abuela?
-Porque pincha.
-¿Pincha? –respondía mi madre conteniendo la risa.
-Tiene bigote. Y me da miedo –acababa respondiendo yo con la vista clavada en el suelo-.
Para ganarse mi cariño decidió comprarme una locomotora a pilas que hacía varios sonidos y se le encendían unas luces rojas y azules. La tenía guardada en el último cajón de la cómoda de su dormitorio. Cuando abría la puerta entraba corriendo y me iba directo a su habitación. Allí esperaba a que viniera y abriera el cajón lo antes posible. Pero antes había que pagar el precio. Su cuerpo se abalanzaba sobre mí y me plantaba una batería de besos en la cara que yo recibía con los ojos cerrados y haciendo fuerza con las manos cerradas. Creo que ninguna abuela del mundo ha besado un cuerpo tan rígido como el mío entonces. Después de la ceremonia me entregaba el juguete y me dejaba tranquilo. Su casa tenía un pasillo muy largo. La disposición era la clásica de muchas casas de clase media de la época: recibidor que daba al salón conectado con el comedor y después un corredor interminable que conducía a las tripas de la casa que acababan en una cocina sombría y destartalada a la que prefería no entrar. También estaba el cuarto de baño con la taza de váter alta y su asiento de color negro en el que procuraba no tener que hacer pis. Tenía una cisterna en la pared que hacía mucho ruido, tanto que desde el comedor sabías cuando estaba siendo utilizada.
Los manteles olían a rancio o no sé si a un aceite fuerte y persistente que se hubiese caído por accidente en el pasado y ya no hubiese abandonado el tejido. Cuando abría los cajones del aparador salía ese extraño perfume y ya no se iba hasta que nos marchábamos de su casa y respiraba aliviado subiendo la calle Hermosilla.
Esperanza del Campo temía que llegara el verano. Con el calor comenzaba su calvario. Atravesaba tortuosamente el pasillo abanicándose y maldiciendo entre dientes la tortura. La recuerdo sentada a la mesa del comedor con el antebrazo apoyado al borde del tablero y un abanico negro en la otra mano moviéndose despacio pero con un ritmo acompasado. Yo entonces la miraba con curiosidad intentando sacar conclusiones de lo que sería la vida adulta: maldecir, esperar, abanicarse, soñar otra vida, otro cuerpo, otra estancia y otro clima al que la cabeza se asoma para decirnos después que ahí, exactamente ahí, se encuentra la felicidad. Al estar sentada cerca del balcón las gotas de sudor de su frente se convertían en joyas diminutas que competían con las perlas de sus pendientes. Diría que las dos bolas blanquecinas eran los dos soles de su galaxia, mientras que las gotas de su frente y cuello eran los planetas sufrientes que se veían obligados a una vida corta y absurda. Cuando entraba un golpe de aire por el balcón mi abuela suspiraba aliviada y por unos segundos abandonaba su cárcel. En esos momentos caía en la cuenta de que no estaba sola, de que había un niño pequeño sentado frente a ella, observándola, alimentando ya a su memoria con datos que nunca serían avalados por ningún notario.

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