10/5/12

¿Cuándo empecé a sudar? Creo que la pregunta correcta sería: ¿cuándo empecé a tener miedo? Un fenómeno asociado a la sudoración facial es el rubor, el molesto enrojecimiento del rostro que padecía desde los cinco o seis años por causas conectadas con limitaciones que empezaba a sentir por dentro, como mi dificultad para pronunciar ciertas palabras que empezaran por consonantes oclusivas. Mi padre tenía una grabadora de casete de color burdeos con un pequeño micrófono plateado. Muchas tardes de invierno la conectaba y grababa las voces de mi hermana y la mía. Como yo no sabía que decir y me daba mucha vergüenza hablarle a una máquina, mi padre me hacía leer frases sencillas y estúpidas que aparecían en mis primeros libros. No imaginaba el trabajo que me costaba hacerlo. Creo que en esas sesiones de tortura comencé a padecer el rubor facial, los clásicos coloretes que en mi caso se extendían por los pómulos y acababan poniendo mis orejas incandescentes. Lo peor era que una vez iniciado el proceso no desaparecía hasta pasadas unas horas. Recuerdo una de esas frases: Mi colegio tiene un pequeño oratorio. El problema llegó con la erre de oratorio. Comencé a patinar y a desesperarme ante su pronunciación como el que intenta trepar por una cuerda sin manos. La risa de mi padre tampoco ayudaba. Desde ese día huyo de los oratorios y de todo lo que huela a ellos.
También hay una fotografía en la que se atestigua el mal. En la imagen aparezco abrazado a mi madre junto al árbol de Navidad del salón. Su expresión es de hartazgo y de enfado, quizá llevaría horas intentando convencerla de algo y ella, que siempre intentaba agradarme en lo que podía, se mantenía al borde del precipicio para no explotar. Puede que en esa imagen tuviera seis o siete años, aunque por la actitud y la forma de abrazar a mi madre parezca mucho más infantil. Llevaba un jersey oscuro que clareaba ya por los codos y también un pantalón de pana de color crema. El rubor de mi cara debía esconder el miedo a que mi madre dejara de quererme, el miedo a crecer y dejar de ser el centro de atención, miedo a que se abrieran las puertas y me dejaran a solas con el monstruo personalizado que todos tenemos asignado desde que nacemos.
Los coloretes aparecían en cualquier situación: cuando un profesor me mandaba salir a la pizarra, en clase de gimnasia cuando no era capaz de hacer un ejercicio y algún compañero me ridiculizaba, en los cumpleaños, en las visitas a casas de amigos de mis padres, cuando algún familiar me decía lo mucho que había crecido y si ya tenía novia, en las habitaciones sin ventanas en las que creía que me iba a ahogar, por la noche en la cama cuando después de rezar y de que me mi madre me hubiese dado el beso de buenas noches me quedaba a solas con mis fantasmas, incluso aquel día en que creí ver la imagen de una Virgen suspendida en el aire en forma holográfica en el cuarto de mi hermana. También en el salón de actos del colegio cuando nos sentaban por filas para asistir a una representación de Navidad. Todos estos acontecimientos me hacían retraer de la presencia de los extraños o no tan extraños con los que tenía que convivir. No recuerdo si ya en esas ocasiones el enrojecimiento iba acompañado de sudor, lo que sí puedo asegurar es que traían angustia, camiones enteros cargados de ese material viscoso y oscuro cuya mercancía no sabía dónde colocar ni por qué ni quién me la enviaba.

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