11/5/12

Y al poco tiempo (no sabría decir si semanas o meses) su corazón ya no pudo con tanto sudor y dejó de funcionar. Aquella mañana de julio estaba sola en casa. Mi abuelo se había ido a dar un paseo. Le veo con un traje gris oscuro y el Abc doblado bajo el brazo. Seguro que entró en el bar El brillante de la calle Doctor Esquerdo para tomarse un vermut de grifo y unas gambas con gabardina. El dueño le conocía y siempre le tenía reservado un lugar al final de la barra desde el que controlaba si veía a algún conocido y, tras un gesto cómplice con el camarero, decidía invitarle. Cuántas veces fui testigo de esos ritos. Bastaba una mirada, dos segundos, una mano que se levantaba o las dos que se unían en señal de amistad en el aire, como las de un boxeador amable que agradece al público su apoyo después de la velada o las de un rey campechano que le devuelve a sus súbditos el cariño asomado a un balcón. Finalizada la ceremonia sus dedos agarraban una gamba que era conducida lentamente a la boca. Mientras sucedía todo eso, mi abuela estaba tendiendo la ropa en el patio. Sus dedos rechonchos y cortos tirarían de las cuerdas verdes de plástico. Quizá entonces sintiera ya la punzada, el disparo interno, la anomalía que se desboca y llama al resto del cuerpo a la insurrección. Desconozco el tiempo que tarda la muerte en tomar el castillo. Supongo que es más rápido de lo que imaginamos. Cuando llega no hay tiempo para retóricas ni escenas ni recapitulaciones cinematográficas en las que vemos un comprimido de escenas memorables, ¿las hay? ¿es capaz el cerebro de editar en tan minúsculo tiempo una cinta veraz, sólida y objetiva que nos represente y a la vez sirva de homenaje último al que abandona? Creo que no le dio tiempo a mucho más: dejó caer una sábana al patio y tambaleándose llegó al teléfono. Estoy muy mal, Mari Tere, ven corriendo, le dijo a mi madre. Después se tumbó y ya no volvió a decir nada. Mi madre cogió un taxi negro con una raya roja horizontal de los que tampoco existen ya. Subió los tres pisos con la lengua fuera y se la encontró en la cama, instalada en su premuerte, como una niña vieja y gorda que se ha cansado del mundo, quizá ya con las manos enlazadas sobre el pecho para evitarle la maniobra a un extraño que después así la dispusiera dentro de la caja.
Pero tampoco puedo asegurar que esta versión sea cierta. Quizá mi abuelo llegó a casa después del vermut y se la encontró en la cama. Esperanza, diría como esperando que le respondiese, porque la primera obligación de los vivos es negar la muerte: no, no es posible, deja de revolotear sobre ella, vete; y abrir la ventana de un manotazo como si el fin de la vida tuviese alas y un pico con el que inyecta el veneno. Quizá fuera él quien cogiera el auricular negro y llamase desesperado a mi madre. Las mujeres saben de estas cosas, pensaría, más que los médicos o los curas, ellas saben qué hacer cuando llega la muerte, no se asustan, no se paralizan como yo ahora que ni me acuerdo de qué número marcar. Ven, por lo que más quieras, Esperanza está en la cama sin sentido.
Lo cierto es que, en una u otra versión, fue mi madre la que se sentó a su lado y le cogió la mano mientras agonizaba. Fueron horas, según me contó muchos años después. Me gustaría tenerla ahora aquí para que me dictara las palabras exactas y no tener que pervertir nada. El color de la pared era ese verde tan claro que se llevaba en los años setenta. Sobre la mesilla tendría la imagen de la Virgen de Lourdes en una hornacina de plástico. Esa Virgen estaba hecha de un material translúcido que me daba miedo. Resplandecía por dentro de forma siniestra. Pero estaría allí, a su lado, muda y fatalmente luminosa, cumpliendo un papel más de souvenir que de madre piadosa. Fue la mano de mi madre la que apretó la suya mientras llegaba el médico y quizá la que de vez en cuando colocaba la toalla húmeda en su frente y la que estiraba la sábana en un intento de que estuviera cómoda. Yo intentaba decirle cosas, me dijo mi madre cuando hablamos de ese día. ¿Qué palabras le diría? Si me hubiese tocado estar en su lugar no hubiera sabido qué decir. ¿Qué se le dice a alguien que está a punto de morir? La ternura le mi madre la conduciría por el camino adecuado, un camino de luz con ribetes y arabescos de leche condensada que su voz iba dejando caer, porque para eso sirve la ternura y lo que se dice sin esperar respuesta, esas palabras a media voz en las que el tono gana al significado. El lenguaje también se apiada de los muertos, mucho más que las personas o la religión o incluso la cortesía.