11/5/12

Asegura que fueron varias horas. El médico abrió su maletín sin mucha fe y girando despacio la cabeza en sentido horizontal, esos movimientos negativos que anteceden a las desgracias. Ya no se podía hacer nada. La carroza se había puesto en marcha y los caballos con penachos negros ya sabían a dónde tenían que ir. El médico dio su veredicto y se fue. Prepárense para lo peor, les diría, porque es lo que el sentido común obliga a decir. Prepárate para lo que desconoces, y mucha suerte, porque estarás solo, yo me habré ido con los vivos, a su fiesta, a desgastar mi máscara hasta que me toque y sea llamado.
Las últimas gotas de sudor se secaban. La mano de mi madre las recogía delicadamente en la toalla que después volvía a humedecer en un intento infantil de que entrara fresca en la muerte. Y luego sucedió. Los ojos ya estarían cerrados, así que no hizo falta la mano que arrastra los párpados hacia abajo y dice: duerme, ya pasó todo. El velatorio sería allí mismo, en esa habitación. En esos años no había tanatorios o no estaban tan popularizados como ahora. Se hacía en casa. Traían la caja y encendían los velones que la custodiaban de noche. Ahora cierro los ojos y veo a la muerte igual que la vi hace ocho años cuando tuve que asistir al rodaje de un anuncio de la Comunidad de Madrid sobre las consecuencias del consumo de cocaína. Uno de los planos se rodó en el almacén de féretros que hay en los sótanos del Tanatorio de la M-30. Jamás había visto algo así. Parecía un supermercado fúnebre con todas aquellas cajas dispuestas en estanterías metálicas e imitando los pasillos de esas tiendas. Una nave llena de artículos para la muerte, envases para viajar al otro lado, al más allá y a la nada al mismo tiempo. Paseando entre los ataúdes tuve una revelación. Fue mi primera constancia física de la muerte. Allí estaba, esperando paciente el turno de cada uno, silenciosa y sin más misterio que el de ser un producto que nadie quiere comprar.