11/5/12

En una de las esquinas del almacén colocaron la mesa del catering. Había bocadillos calientes de bacón con queso. El equipo de rodaje los comía como si estuvieran en una merienda campestre. Masticaban entre los ataúdes como si nada. Yo cogí uno pero no pude hacerlo. Tuve que escupir el bocado con disimulo dentro de una servilleta de papel. Para rehacerme decidí tomar un poco de café. A pocos metros de donde estábamos seguían llegando cadáveres listos para envasar. Las furgonetas mortuorias descargaban cada cierto tiempo su mercancía. Varios empleados del Tanatorio se encargaban de los trámites. Vi el cuerpo de una anciana. Iba metido en una funda negra de plástico. Uno de ellos descorrió la cremallera y colocó el cuerpo dentro de la caja. Mientras lo hacían hablaban de sus cosas. A fin de cuentas eran dos hombres en su lugar de trabajo, dos hombres que comentan el gol que marcó ayer su equipo o el tiempo que haría el fin de semana. En los intervalos en los que no venían cadáveres se iban, quizá tuvieran una sala de espera como los bomberos, una sala con televisión y periódicos atrasados y un sofá gastado en el que poder tumbarse un rato. Yo aprovechaba esos lapsos para curiosear. Quería ver de cerca el instrumental fúnebre, las cosas que utilizaban para disponer los cadáveres en las cajas. Había ambientadores parecidos a los de los taxis, orlas, adornos, velas, telas blancas y productos químicos en botes que no supe identificar. Me llamaron la atención unas bolsitas de tela que contenían unos granos como los que colocan en los embalajes para contrarrestar la humedad. La misión era parecida. Uno de los empleados me contó después que se colocaban bajo los genitales masculinos porque al descomponerse el cuerpo segregan líquidos o fluidos que huelen muy fuerte. Había una caja llena de esas bolsitas. Metí la mano dentro y la hundí entre ellas. Sabía que lo que estaba haciendo no podía ser beneficioso: era un ejercicio morboso y estúpido que no me llevaría a ningún sitio, pero a pesar de saberlo dejé la mano sumergida allí dentro un buen rato. Creo que ha sido el momento en el que he estado más cerca de la muerte y supongo que ningún otro me dará toda la información que me dio ése. Después de desenterrar la mano se me pasó por la cabeza llevarme a casa una de esas bolsas como recuerdo, o quizá con una idea peor: utilizarla una noche de verano en secreto, en la cama, para contrarrestar el sudor genital, pero, ¿qué pensaría mi mujer si me descubría con aquello? ¿cómo le explicaría que fue algo que robé en un tanatorio y que es algo que le ponen a los muertos para que no huelan mal?
Pero vuelvo al velatorio de mi abuela del que me fui obligado por un manotazo de la memoria en plena nuca. No tengo mucha más información de cómo transcurrió aquella noche o de detalles que me gustaría confirmar como el de si la Virgen de Lourdes permaneció encendida acompañándola también o si la ventana del dormitorio estuvo abierta o cerrada, supongo que abierta, al ser el mes de julio y tener un cadáver dentro. ¿Qué aspecto tendría la escena vista desde la ventana de enfrente cuando la vecina se asomara en plena noche y viera la caja abierta y el resplandor de las velas? ¿Podría volver a dormirse como si nada negando lo visto y haciendo que ese recuerdo se desvaneciese como el de una mosca volando por la habitación?