11/5/12

Cuando pasó todo esto yo tenía cuatro años. Mis padres nos dejaron, a mi hermana y a mí, con Isabel, una vecina que parecía un ángel y que además nunca sudaba. Isabel hacía bizcocho con frutas escarchadas y siempre le pasaba a mi madre un platito con varios trozos cubiertos con una servilleta bordada por ella misma. Como tenía una hija que vivía en Alemania, en la Selva Negra, le mandaba pastillas de concentrado de zumo de naranja que nos gustaban mucho. Isabel las colocaba en unos vasos muy gruesos de color verde y después echaba agua fría. Me gustaba ver cómo se deshacía la pastilla y se convertía en un líquido muy agradable de beber. Así pasaron aquellos días: bebiendo concentrado de naranja y viendo a Ángel, su marido, sentado todo el día en un sillón de orejas leyendo el Abc. Ángel recitaba poemas de los hermanos Álvarez Quintero. Sacaba un papel doblado de uno de los bolsillos de la chaqueta y leía con excesivo sentimiento: A la orilla de la fuente / un caballero pasó / y la rosa dulcemente / de su tallo separó. Confieso que a mi edad no entendía por qué aquél señor hablaba de esa forma tan rara, como si le doliese algo o como si de pronto se viese empujado por una presencia invisible que solo veía él. Cuando acababa la lectura se quedaba un rato con el papel tembloroso en la mano y la vista perdida en algún punto desconocido. Después lo guardaba y volvía a agarrarse con fuerza al periódico. Su casa me daba miedo. Solo estaba tranquilo en el cuarto de estar, sentado a la mesa camilla en la que comíamos bizcocho y zumo alemán. El resto (las verdaderas tripas de la casa) era sombrío como un campo de muertos que tocaran el violín y recitaran poemas fúnebres. Ángel tampoco sudaba. En pleno verano era capaz de ir con traje, chaleco y corbata y no mostrar ningún brillo delator en su rostro o en las sienes. Aquél hombre poseía un misterioso sistema de refrigeración que le hacía muy diferente a los demás. Si te acercabas mucho podías oler su colonia de baño, la misma que se ponía su mujer y que tanto me gustaba disfrutar con los ojos cerrados.
Ni mi hermana ni yo preguntamos por qué estábamos allí ni dónde habían ido nuestros padres. Debía ser un lugar solo para adultos, como cuando se iban al cine por la noche y nos dejaban a cargo de Isabel. Del entierro de mi abuela tampoco tengo mucha constancia. La enterraron en el cementerio de La Almudena, en un nicho que después cada primero de noviembre íbamos a visitar. Mi padre compraba flores en la entrada y luego tenía que buscar una escalera para colocarlas. Mi madre siempre le decía lo mismo: Luis, ten cuidado, mientras le sujetaba una pierna desde el suelo, más un gesto de preocupación cariñosa que una medida fiable de seguridad. Cuando las flores estaban ya en su sitio nos podíamos todos con las manos enlazadas a la espalda y mirábamos al suelo con los ojos cerrados. Yo nunca rezaba. Simplemente aprovechaba el momento de silencio para escuchar los golpes de viento del otoño y para recrearme en las hojas secas del suelo mezcladas con tallos de claveles y colillas. Acabado el silencio y el compungimiento, mi padre soltaba su frase de cada año: qué triste es la vida. Esto es lo único que queda de ella: unas letras, en origen doradas, que dan fe de que allí descansa una mujer que se llamaba Esperanza del Campo Fol.