14/5/12

La tarde en que fuimos a desmantelar la casa de mi abuela, mi madre compró una bandeja de madalenas Ortiz. Su sabor dulzón y la forma industrial y estandarizada de cada una de las ocho (creo recordar) me produjo una sensación tranquilizadora. La muerte combatida con la dulzura. Quizá este argumento sea al final el más eficaz. Mis padres desaparecieron al fondo de la casa y yo me quedé con mi hermana en el comedor soleado. De ven en cuando escuchaba sus voces que pugnaban por algo que había que tirar o guardar. La silueta de mi padre emergía de pronto en el recibidor y dejaba caer una caja. Escuchaba sus resoplidos y no sabía si asociarlos al duelo o al inconveniente del esfuerzo. Hacía calor pero él no sudaba. Cuando se acabaron las madalenas entré en el dormitorio de mi abuela. Permanecí en el umbral un buen rato por si su fantasma todavía andaba rondando y para, en ese caso, darle tiempo a salir. Fue una cortesía dirigida más a mis temores que a los de esas presencias residuales que pudieran quedar metidas en un cajón o respirando pesadamente en el armario. Los espejos ovalados de las puertas me tranquilizaban. Había jugado mucho reflejándome en ellos, imaginando otro cuerpo, otro niño, uno que no se asustase tanto ni que permaneciese en silencio tanto tiempo agarrado a imágenes desconcertantes que ya por aquella época me acompañaban constantemente. Todo permanecía como la última vez que lo vi. Hasta la Virgen de Lourdes sobre la mesilla de noche, con su naturaleza plástica y la insinuación de luminiscencia lechosa y acogedora que invitaba a comunicarse con ella. También el espejo de mano sobre el tocador, su mango de plata labrada que brillaba incluso en la penumbra de la habitación. Pero por encima de todo estaba su olor, ése que habitó el aire durante tantos años y que se negaba a morir. Una persona muere pero su olor se queda en las cosas, agarrado a las paredes, pegado a los muebles y a la ropa. La constatación de ese hecho me perturbaba y a la vez me hacía pensar en una vida especial, paralela (no me atrevería a llamar espiritual), que reinaba más allá de las simples leyes físicas. Un cuerpo desaparece y deja un rastro, un aura de resonancias invisibles que pone en funcionamiento la nostalgia de los vivos. La memoria utiliza extraños combustibles para perdurar.