14/5/12

El país de los papeles rojos y azules que cuelgan del cielo.

El tren aminoró al atravesar la llanura. Ya entonces comprendí lo que estaba a punto de pasar. Como viajaba solo en el vagón me tumbé a lo largo en el pasillo. El techo vibraba dulcemente como en esos sueños que se recuerdan borrosos y pálidos por el tiempo transcurrido. Comencé a sentir frío. Después escuché un traqueteo seco de ruedas abandonando unos raíles y entrando en otros. Me incorporé y pude observar. Estábamos entrando en la boca del túnel falso. En vez de oscuridad había más luz y no miento si digo que el cielo parecía más cercano. Las enormes tiras de papel que pendían de las nubes se cimbreaban solemnes a nuestro paso. Eran azules y rojas. Azules y rojas. Así hasta el aburrimiento o hasta ese punto indescifrable y lejano que se confunde con el infinito. Eran de papel vegetal, translúcidas, por lo que la luz tamizada convertía el paisaje en un caleidoscopio horizontal cuyas franjas se entrecruzaban despacio, inquietantes. Pronto vi el cartel y después las murallas gaseosas de las que tanto me habían hablado. Cuando por fin se paró el tren , en el país de los papeles rojos y azules que cuelgan del cielo se escuchaba un leve crujido, como el de un pájaro gigante al que le gustara el viento que fabrica con sus alas. Era un susurro familiar, más si cerrabas los ojos y accedías a que la memoria tuviese la boca cerrada. Al salir del vagón pude ver a mi abuela montada en un coche de caballos de los que fabricaba su padre. Ven, me decía con la mano. Y yo caminé a su encuentro.