20/5/12

K. vive en una casa sin ventanas. Como aún es joven tiene una guitarra. Cuando se sienta a tocarla echa de menos las vistas, cualquier cosa: un árbol raquítico cuya copa se meza en verano, gente pasando, un autobús lleno de reflejos que avance como una anciana gorda que va al mercado. K. se aburrió de ser morena y se tiñó el pelo de otro color. Cuando toca le cae la melena sobre la tapa de la guitarra formando ríos sinuosos que se estremecen con la música, como crías de culebra cuyos espasmos hicieran creer en la vida. A veces K. tiene miedo de quedarse sola en el mundo, de acabar siendo un limón olvidado en la nevera de una familia que se fue de vacaciones, un limón que escucha el zumbido de un motor día y noche y siente frío. Hace poco, mientras cantaba, sintió que había otra persona en la habitación. Respiraba cuando ella. Tosía cuando ella. También se quedaba en silencio cuando ella. Desde entonces no volvió a pensar en el miedo, solo en los extraños regalos que encontramos tirados en el suelo, por el camino.