19/5/12

Hoy por la tarde.

Ya en el coche la vimos. La gran nube extendida sobre el campo. Las señales de tráfico parecían bromas a su lado, velas de una tarta que ni el viento se molestaría en soplar. Permanecía inmóvil, un ejemplo condescendiente de majestuosidad: Darío III en su carro y el aire infectado de flechas curvando el horizonte. La carretera debería habernos conducido a su interior y no obligarnos una vez más a la insoportable superficie del mundo. Hubiésemos preferido conocer su esqueleto de gas y comprobar cómo serían sus caminos y si habría un centro, un altar oscuro donde se mostrase el misterio: la gran rata de oro cantando arias barrocas o simplemente una luz saltarina que fuera tomando formas de aves ante nuestras bocas abiertas. De pronto un trueno recorrió cuesta abajo la falda de la montaña produciendo el sonido de una bola que rueda por una pista de bolos desmesurada. ¿Quién la lanzaría? El derecho a la duda es el más sagrado. Después nos alejamos. La nube se quedó a expensas de otros ojos, inerte y quizá enfadada por el improbable interés que despertaría en adelante.