9/5/12

Cuando vino a recogerme mi madre esa tarde no le dije nada de lo sucedido ni de la palabra con la que el enfermero calvo definió mi cuerpo. Ahora, tantos años después, no me cuesta trabajo describir el brillo metálico de la vitrina de aquella sala y de cómo lo asocié desde ese día a las noticias más desconcertantes de mí mismo.
Esperanza del Campo Fol -así se llamaba mi abuela paterna- creció en una familia de cuento de los Hermanos Grimm. Hubo madre muerta a edad temprana y padre que volvió a casarse. Hubo hermanos y hermanastros, rivalidades, soledad y, pasados los años, dolorosos litigios por la herencia. Mi bisabuelo tenía una fábrica de carruajes en Valladolid. También era corpulento y dado a los excesos. Dicen que murió a los 87 años, después de haber cenado unas judías guisadas con oreja. Se quedó dormido en la mesa, o eso dijo la mujer que le cuidó los últimos años. Supongo que no se alteraría al verlo con los ojos cerrados y quizá en actitud de dar una cabezada. Siempre he envidiado su forma de morir. Cuando mi abuelo lo contaba me imaginaba en su lugar: vivir hasta esa edad y morir después de una cena exagerada, cerrar los ojos y pasar al otro lado con el calor de un guiso humeando todavía en el estómago, con el gusto del vino en la boca y a la vez flanqueando unas puertas desconocidas que muchos dicen que se parecen a las de Jericó y otros, entre los que me incluyo, que descreen de su existencia o no le dan mayor valor que el de un mojón informativo al borde de una carretera.
No sé cómo se llamaba mi bisabuelo. Tampoco importa. Lo cierto es que sudaría mucho, a juzgar por las crónicas. Desconozco si cuando dio el paso al otro estado lo hizo con gotas que brotaran de su frente y otras que corrieran por su nuca o por la entrepierna, haciendo que la piel que rodeaba sus testículos estuviese resbaladiza y pegajosa o si ya a esa edad el escroto estaba tan caído y ajeno al resto del cuerpo que no le produjo esa sensación tan incómoda de cuando uno suda sentado.
Sueño con una muerte sin gloria. Por eso amo su recuerdo y me miro desde aquí en su espejo. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Aunque temo que la mía será diferente: en una cama, quizá en una ciudad que todavía no conozco, solo, sin médicos ni enfermeras y con una máquina que vigilará mis últimas constantes y decidirá el momento en que deje de existir. En esos momentos seré feliz, tanto como el expatriado que hace cola ante el puesto de control de la aduana y ve de nuevo la bandera de su país, sus colores, la nostalgia retórica de todo lo que conocía comprimida en un símbolo amable que ondea en el aire atado a un palo. Cuando atraviese esa frontera abandonaré la tierra del sudor y entraré en mi propia tierra prometida.

2 comentarios :

Anónimo dijo...

El párrafo del escroto del bisabuelo es tremendo, pura Celtiberia Show 2.0.

About dijo...

Siiii. JajajajajajajA