21/4/12

Mi padre tuvo despacho en casa durante una época. No me cuesta trabajo describir la mesa: color embero claro con unas vetas que, a la edad de cinco años, cualquier niño no tarda en confundir con irisaciones de un planeta extraño o quizá una playa que no pertenece al orden geográfico común sino a esas que solo se ven al cerrar los ojos. El tablero no era completamente rectangular. Los largos estaba...n ligeramente arqueados. Supongo que el que la diseñó en esos años quiso introducir un elemento de cercanía, de la eterna invitación al diálogo que parecen transmitir las formas curvas. En una mesa auxiliar metálica, colocada a la izquierda de la grande, había una máquina de escribir. Una Olivetti verde de hierro muy alta, parecida a un tanque italiano de la Segunda Guerra Mundial. Cuando mi padre no estaba en su despacho (por las mañanas trabajaba en un banco) me gustaba quitarle la funda gris de plástico y pulsar las teclas. Ni a esa edad tuve la tentación de confundirla con un tambor y aporrearla. Algo me decía que era un objeto especial nada parecido a las otras máquinas que había en casa. Sobre las teclas negras se podían ver las letras; muchas de ellas las conocía por mi madre: la a mayúscula con su arquitectura de tienda de campaña, la t, tan solemne como los crucifijos de la iglesia de los domingos, la x, incomprensible y ajena. Pasar las yemas de los dedos por ellas era tranquilizador, casi mejor que acariciar a un perro. Mi madre, al descubrir lo mucho que me entretenía, me ponía un folio para que al pulsar las teclas viera su traducción en tinta negra sobre el papel. Algunas de esas mañanas nevaba en Madrid (esto no me lo invento ni es adorno de la nostalgia) y lo hacía tan despacio como las pulsaciones de mis dedos. Me gustaba el olor de la madera y el de la tinta y el que intuía de la nieve de fuera y el de lo que sucedía a la vez en mi cabeza construyendo un palacio irreverente y quebradizo de solo una estancia.

No hay comentarios :