16/4/12

Echar de menos una cicatriz visible. Me miro en el espejo y pienso en las cosas que me han pasado, en todo lo que le pasa a una persona. Me veo a mí. Creo que soy yo el que sale proyectado para que le acoja con benevolencia de rey de cuento. Pienso en las heridas, las acciones violentas o feroces que dicen que nos humanizan. Casi todas por dentro, casi todas tapadas y mezcladas en la masa informe del interior. ¿Cómo llamamos a eso? ¿Alma? Las guitarras la tienen. Un luthier cuidadoso puede tocarla, tensarla. ¿A quién me dirijo para calibrar la mía? Solo está el que veo en el espejo y el otro que me habla desde los ojos y acaba haciéndolo a través de los dedos, ansioso de luz y vanidad. Las heridas ocultas no saltan a la superficie. Quizá la caída de un párpado o esa derrota de la piel de abajo que le manda desde el lagrimal un mensaje de decaimiento al mundo. Mis ojeras tienen su historia también, como borrachos pesados de bar diurno, deseando conversación a una banda, un cuerpo que escuche, poco más. Escribir es colocarse en lo alto de ese taburete y que te duela la espalda, jugar con la sombrilla olvidada de un combinado que no pediste, mirar, buscar otros espejos o letreros intrascendentes que te hagan escapar por un instante de la reclusión que tú mismo te impusiste sin saberlo.
Sin velocidad para la reacción, estático, así te enfrentas al dilema de seguir o anclarte, de continuar vociferando tus pueriles conclusiones o clavar la estaca a esa altura de la ascensión en la que todavía no se adivina el pico alto que promete otros oxígenos intactos y demás parafernalia de la pureza. En el párrafo siguiente siempre está la salvación. Te repites eso y lo compartes con tu yo proyectado. Nuestras heridas no tienen gloria. Te acabas de contemplar abriendo la boca, diciéndoselo al otro. Ya lo sé, te contesta. Eres tú el que lo olvida a diario. Si contara con cicatrices externas todo sería más sencillo. Hasta mi sollozo hipotético sería recompensado. Pero he de conformarme con el dolor tapado, con la rutina del sufrimiento anónimo que debo transportar por todas partes y darle pan, caricias y miramientos de hijo único. A veces lo cambiaría todo por una brecha antigua en la ceja.

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