23/4/12

De mi padre saqué la afición a la música ligera, esa manía de afrontar la vida tarareando canciones pasadas de moda mientras permaneces sentado esperando que pasen cosas. Le recuerdo en casa, hace muchos años, de pie y con un cigarrillo en la mano frente a los altavoces del tocadiscos o al aparato de radio, siempre buscando esa posición geométrica ideal que le garantizara la mejor acústica. Movía las piernas al compás de lo que sonara, lo hacía despacio como si bailara lento consigo mismo (que, por otra parte era la forma en que hacía casi todo) mientras su mirada se perdía en un infinito cercano y doméstico de su vida. Las canciones en inglés salían desvirtuadas de su boca. Ese idioma nostálgico e irreal me dificultó muchos años tener una idea veraz de la sintaxis inglesa así como de la pronunciación de ciertas palabras. Sin embargo, cuando cantaba en francés todo era nítido, medido, más riguroso. Siempre me ha dado envidia la gente que habla francés. Si dijera que me gustaría aprender esa lengua no sería para leer a Rimbaud ni a Mallarmé, solo lo haría para poder cantar las canciones que cantaba mi padre. Ahora sé que esas actuaciones intimistas eran evasiones. La vida familiar no ofrece excesivas aventuras y cada uno encuentra sus propios escapes. La forma en que mi padre dejaba de ser mi padre siempre me pareció poética. Le perdonaba la desconexión porque entendía que en esos momentos era él mismo, un hombre fumando, bailando solo, volviendo sentimentalmente a una escena de su vida que le aportaba felicidad brillante e intacta, esa que consumía antes de que la realidad le quitara el precinto. Quizá la música melódica sirva para eso. Por eso hay cantantes y emisoras de radio y galas y canciones que le pertenecen a las personas, aunque todo sea un humo extraño e insidioso y que al acabar la canción solo quede el polvo del pasado.

No hay comentarios :