22/2/12

Nuria se fue a recoger a las niñas. Tras el sonido de la puerta cerrándose, la casa se queda muda y parece evitar mis pasos contradictorios y las miradas longitudinales que le dedico a las habitaciones vacías. Los espectros realizan en silencio sus procesos digestivos. Los cuadros se sostienen por pura inercia. Los platos yacen apilados como si así, en grupo, pudieran resistir más tiempo a su destrucción: se ordenan en familias porque lo aprendieron de nosotros. Las bombillas penden en el vacío agarradas por la mano grande y babosa de la rutina. Todo permanece al arbitrio de la luz callada y de un tic tac leve y ronco que solo se escucha cuando la casa y yo nos quedamos así. Ni los habituales ecos de perros ladrando, que salen a menudo de la campana extractora, me quieren acompañar hoy. Abro la ventana y respiro este día concreto de febrero. Parezco un juez o un inspector meticuloso que quisiese verificar la autenticidad del día y contarlo en su informe. Celebraría que algo se me hubiese pasado por alto y me sorprendiese ahora mismo, una revelación, una señal minúscula, incluso bastaría un chirrido que confirmase que estoy vivo dentro de una circunstancia determinada y de un espacio marcado con una equis roja que a casi todos parece tranquilizar. A veces necesitamos que pase algo para saber que seguimos vivos, que no se han olvidado de nosotros relegándonos a un estado de latencia en una zona muerta del tiempo. Aunque tampoco está mal si lo pienso. Vivir en un margen. Rasgar la tela vitelina y asomarse a una dimensión propia, única, desconocida, deshabitada. La construcción actual de las casas rinde culto al individualismo y al asco que produce saber que los demás también permanecen vivos. Los aislantes nos ayudan a soportarnos. Nada de nadie pasa al otro lado. Es una consecuencia cultural a la vez que un sistema de seguridad contra la ira. Compramos alimentos al vacío y los consumimos en habitaciones herméticas. Para compensar la claustrofobia hemos inventado máquinas y excusas que nos regalan la ficción de la comunidad: la política, los ordenadores, la televisión; pero no es más que hermetismo y distancia, compartimentos estancos con válvulas de protección y alarmas. Mi hueco es éste. Ahora pienso en los otros, encerrados en los suyos, tocando instrumentos para ellos mismos, haciendo sopa, rompiendo papeles, abrochando botones, observando ante el espejo la partida que juegan contra ellos mismos. Deberían inventar una máquina para poder ver lo que hace la sangre en cada momento, un gran mapa digital de la sangre que funcionara como una red de Metro y ante el cual nos pudiésemos plantar con los brazos cruzados sintiéndonos soberanos de nosotros mismos. Desde donde escribo doy fe de los ruidos que hace la casa cuando estoy solo. El frigorífico emite unos chasquidos periódicos, un crac seguido de un bufido industrial que más tarde se pierde entre las faldas del silencio. Un bebé llora en el piso de arriba. Lo hace atenuado por la cortesía de los aislantes y su dictadura de soledad. Hace que el bebé parezca una miniatura que pide atención desde un planeta lejano y helado. La tarima del suelo también demuestra orgullosa su naturaleza orgánica. Cuando se estira después de la siesta puedo sentir sus contracciones que recorren la casa como una delgadísima serpiente de pólvora. La suma de todas las cosas dice yo. Si volviese a repetir la misma operación mañana ninguno de los presentes me aseguraría el mismo resultado.