23/2/12

1.
Dentro de mí hay un centurión romano y un niño de cera. Ambos permanecen en lo alto de un columpio verde con forma de planeta que había en el patio del colegio San Diego y San Vicente de Paúl. Es intranscendente que dicho patio ya no exista: la especulación empujó a las monjas a ir recortando el terreno en favor de edificaciones de lujo o parkings muy cotizados a comienzos de los años noventa en esa céntrica zona de Madrid. El niño de cera brilla por las mañanas. Las palomas se posaban en su cabeza al principio, pero tras comprender que semejante figura no era comestible desistieron y ahora solo esperan que el centurión coma algo entre horas, lo que sea, un bocadillo, una bolsa de patatas o simplemente un chicle arrojado al suelo que puedan picotear. Ambos personajes son parte de una misma persona. Que estén al tanto de esa información es algo que desconozco; he de confesar que nunca les he dicho nada ni he aparecido a los pies del columpio para aclarar el asunto. Uno representa la fortaleza, el arrojo, el valor, el brío épico de la sangre dispuesta a cualquier empresa. El otro simboliza mi interior. Hay días en que los porcentajes son pavorosos. El niño de cera acapara el 85% de mi totalidad. Otros, el 100%. Nunca se han registrado porcentajes demoledores que demostrasen la funcionalidad del soldado. Creo que él es consciente de este hecho y se desespera de su inutilidad. ¿Para qué me tienes aquí subido? ¿Qué hace un guerrero en lo alto de un columpio oxidado de tu infancia? Sus preguntas hieren el silencio y me obligan a esconderme tras un seto alto que había al fondo del patio junto a un invernadero de techo a dos aguas que parecía la caseta de un perro monstruoso.

2.
Muchas veces el centurión se aburre y esculpe grotescamente al niño con su espada corta. Cuando lo hace parece uno de esos leñadores aburridos que tallan objetos estúpidos ante un fuego improvisado. La existencia conlleva esos momentos perdidos en los que la creatividad casi aparece como una tabla de salvación en medio de la nada. Nunca se denomina arte. Podría considerarse un vicio o una coartada para escapar de los calabozos del yo. Cuando el centurión se aburre de afilar al niño y de modelarlo a su antojo limpia la hoja de la espada y la envaina contento de haber pasado un buen rato. El suelo se queda lleno de láminas de cera que el sol se encarga de hacer desaparecer. Otros días el romano se empeña en enseñar a luchar al niño. Bajan del columpio y le pone en la mano una espada de madera muy rudimentaria hecha con el listón de una caja de fruta. El niño no se defiende. Su mirada no se inyecta de nada ni su espesa sangre hierve ante la idea de una más que probable muerte violenta. Después de varios minutos de inactividad el centurión comprende lo ridículo de tales ejercicios y ambos vuelven a lo alto del columpio.

3.
En invierno comparten la misma manta. La encontraron en el invernadero, olvidada de alguna mudanza o quizá de tiempos en que las repartían durante la Guerra. Cuando nieva resulta incómodo verlos allí envueltos: un burruño de color pardo del que solo sobresale un casco con penacho negro. La climatología humaniza al soldado y hace desaparecer al niño. Lo mejor de la nieve es la carga de realidad que les regala. No es fácil existir en una subdimensión inventada. Los asuntos reales son recibidos con gozo aunque conlleven calamidades.

4.
Ninguno de los dos convencerá al otro de quién es el necesario, cuál de ellos debe reinar y volver conmigo al escenario principal para desarrollar lo que queda de mi vida con dignidad. Por su naturaleza, el niño de cera evita la confrontación. Sabe que la lucha le perjudica e incluso se vanagloria de su pasividad. El niño es una consecuencia del arte, su figura es altamente poética porque no tiene más fin que la contemplación. También sabe que el guerrero es un mal necesario, una consecuencia o una compensación automática de los propios hechos o de la fisiología y su manía de equilibrarlo todo.
Muchos días, al retirarse el sol, ambos lloran. El soldado lo hace en silencio tapándose el rostro con las manos. El niño lo hace en alto y hasta se podría decir que con una extraña alegría; su vista se clava en el cielo y su cabeza comienza a girar muy despacio mientras las lágrimas dibujan en el aire delicadas figuras geométricas que hipnotizan a las estúpidas palomas.

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