19/2/12

Creo que echo de menos escribir. Me refiero a que, para mí, la poesía es algo instantáneo, casi como tomar una fotografía de algo que sucede por dentro o que a otros les pasa desapercibido. En cambio, las distancias largas, los viajes, las expediciones, todo ello lo veo asociado a la narrativa, a sentarse durante largo rato y dejar que las palabras salgan del frasco y se vayan ordenando ellas solas casi por obra de una magia natural. Arrastrado por esta idea (o podría llamarla premonición perezosa) me veo volviendo a algo de lo que creía haber escapado. La ventaja de la poesía es la satisfacción automática. Suelo escribir un poema en un espacio no superior a los veinte minutos. A veces me toma más tiempo cerrar un poema, suele ser cuando el tema es infinitamente más personal que los otros. La satisfacción de verlo acabado tan pronto me permite pensar en otras cosas o sencillamente no hacer nada. Llevo varias semanas pensando en un tema para una nueva novela. Desde que acabé La ciudad de los chistes malos, una colección de relatos cortos escritos durante la primavera y el verano de 2010, pensé que pasaría mucho tiempo hasta que me decidiera a volver a contar algo. La redacción de esos cuentos la tengo asociada al calor y a la soledad. Mientras mi mujer y mis hijas estaban en la Costa Brava, yo estaba delante de un ventilador plateado que hacía mucho ruido, en calzoncillos y delante de un portátil de trece pulgadas. Fueron unas semanas interesantes. Creo poder decir que la escritura de esos cuentos no me avergüenza pasado el tiempo, solo un ridículo texto a modo de prefacio (que por supuesto he eliminado) me sonroja pasados estos dos años. Sigo siendo yo el que está ahí. De alguna forma me veo en el desarrollo de las páginas y en el pensamiento de los personajes. Recibí un informe literario de Alfaguara (brevísimo pero suficiente para pensar) en el que su autor decía que los cuentos estaban bien escritos y tenían fluidez pero que los finales quizá estuvieran poco resueltos. También se quejaba de la incoherencia de alguno de sus títulos. Quizá se refería a El primer judío cojo en el espacio, uno de mis favoritos y que, de forma muy autobiográfica, contaba las calamidades profesionales que viví en un buen tramo de 2008. Pero qué más da. Lo escrito se defiende o no solo. Que el viento se lo lleve o lo deje en un rincón. La ciudad de los chistes malos fue un buen entrenamiento para explorar otras vías. Escribir bien es una estupidez y una condena. Los que te dicen que escribes bien te están matando sin saberlo: la familia, esos amigos que tras el auspicio de unas copas te dicen que estás llamado a lo más grande, incluso tú mismo y la propia egolatría inocente que hay en el hecho de escribir. En cualquier caso está bien irse para poder volver. Todo cuenta, aunque solo sea para uno mismo y el pulso fantasmagórico que mantiene con su propia biografía.

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