11/1/12

Me recuerdo borracho en Madeira. Me recuerdo borracho y con un amigo de entonces: Pablo. Desde que el avión aterrizó a duras penas en Funchal, en una pista que parecía un portaaviones de piedra, empezamos a beber. El hotel era antiguo. Supongo que en los años setenta sería otra cosa: camareros con pajarita llevando San Franciscos a mujeres misteriosas y música de Antonio Carlos Jobim para que las gaviotas planeasen sobre esa desidia tan lujosa que propone siempre el verano. Pero en 1991 era un hotel abandonado al tráfico quincenal de pequeños grupos de jubilados ingleses que ensayaban su muerte en las tumbonas de la piscina. Y lo hacían bien. Demostraban dignidad y buenas maneras. El primer día estuvimos muchas horas tomando el sol. Las botellas de cerveza se iban vaciando. Había un gato blanco que pasaba entre ellas de vez en cuando como un gimnasta obsesionado con la flexibilidad de sus miembros. Después desaparecía por una tapia cubierta de enredaderas. A las ocho de la tarde teníamos la piel quemada. Por la noche empezó la fiebre. Nos pasamos dos días en la habitación, cubiertos con toallas mojadas y llamando a recepción para que nos subieran zumo de naranja. El camarero llamaba a la puerta con su jarra de zumo y al entrar veía a dos tipos de veinte años tapados con toallas. En su mirada se podía leer la noticia que después anunciaría a sus compañeros: Dos maricas patosos se queman al llegar a Madeira. Le firmé la nota procurando que mi actitud no desmintiera nada. Las fantasías de cada uno son sagradas. Para pasar el tiempo decidimos escribir juntos una historia. Cogimos unos folios con membrete del hotel y empezamos a darle. Cada uno escribía un párrafo. Las historias no eran muy originales, fotocopias malas de cuentos de Carver, pasajes que podría haber firmado el doble hispano de Bukowski. Había frases del estilo de “la mujer se despertó con las manos de él en el trasero, la habitación olía a pies y a alcohol” o “sería bueno poder vaciar el corazón como quien vacía un cenicero”. Recuerdo que no acabamos ninguna. Lo interesante eran los comienzos, después todo moría. El ego de cada uno estaba por encima del trabajo en equipo. Sólo conocía a dos escritores que lo hubieran conseguido: Dominique Lapierre y Larry Collins. Menos mal que a los dos días bajó la fiebre y nuestras pieles volvieron a tomar un aspecto pasable. Esa mañana bajamos a desayunar como si se acabara el mundo, o quizá como si empezara. Pusimos rodajas de mortadela sobre tortitas calientes. Llenamos platos con huevos revueltos y salchichas. Tomamos zumos que no eran de naranja pero que bajaban al estómago como agentes de paz de la ONU. Bebimos café acompañado de unos trozos de tarta de crema con perlas de azúcar por encima (para que un hombre coma eso sin que su conciencia se tape la cara, es que tiene hambre en serio). Por la noche salimos a desquitarnos. Necesitábamos mujeres y cerveza y olvidar que teníamos veinte años y habíamos estado cubiertos por toallas húmedas y mirando al techo. Entramos en un bar en el que sonaba una canción de Abba. En la pista (del tamaño de una tapa de alcantarilla) bailaban unas italianas. Entablar conversación con un grupo de mujeres borrachas es muy tentador, parece que todo va a ir sobre ruedas. Tu cabeza fabrica automáticamente escenas imposibles: camas llenas de cuerpos desnudos que se retuercen, botellas por el suelo y después el sol asomándose despacio por la ventana para poner orden. Pero no. Las italianas se suelen ir juntas en un taxi porque siempre hay una que no está tan bebida y hace de pastora moral del rebaño. Después vino otro bar. Y luego otro. A las cinco de la mañana me encontraba hablando con una inglesa algo mayor que yo. Caminamos por una carretera muy estrecha por la que no pasaban coches, sólo un viejo con una bicicleta que llevaba un remolque lleno de plátanos. ¿Adónde iría a las cinco de la mañana? La inglesa me decía que su hotel estaba cerca de allí, pero no se veía ningún hotel, sólo el ciclista viejo alejándose como en un sueño. La chica se quitó los zapatos y empezó a cantar. Las cosas suceden porque suceden, pensé en ese momento. Las oficinas centrales de esa empresa que se llama Destino están en un edificio de treinta plantas en el que sólo hay un bombo de lotería manejado por un mono. Al poco rato llegamos a una calle que bajaba hacia una playa. Olía a col agria. La chica bajó un buen trozo con dos dedos haciendo pinza en su nariz y diciendo frases en inglés que no entendía. Supongo que vendrían a decir “¿qué hago borracha y sin zapatos bajando por una calle en cuesta con un tipo que no conozco?”. La calle era bastante estrecha. A los lados había casas blancas con las ventanas pintadas de verde y cables con bombillas que serpenteaban y subían por los parterres y se enroscaban en los árboles hasta perderse muy cerca del mar. La chica me dijo que si bajábamos por aquel camino llegaríamos a Malta. Lo dijo muy seria, empujada por el alcohol que llevaba dentro, en ese estallido de lucidez falsa que tienen todas las borracheras. No recuerdo muy bien qué pasó luego ni si llegamos a alguna playa o si ella lanzó los zapatos al aire y se desnudó para meterse en el mar. Tampoco podría asegurar que todo esto pasara en realidad. Puede que mi cabeza haya fabricado esos recuerdos falsos o que una noche soñara que bajaba por una calle empinada con una inglesa sin zapatos. De una u otra forma, hoy, en el momento de escribir todo esto, me recuerdo mirando esa calle y preguntándome si realmente esa era el camino que conducía a Malta. ¿Por qué era tan importante ir a Malta para aquella chica? ¿Y por qué sigo pensando de una forma tan naif que realmente podría existir un pasadizo subacuático que conectara ambas islas? A la mañana siguiente Pablo y yo hicimos una visita por la isla en autocar. El guía hablaba de los distintos microclimas, de la forma en la que los pequeños ganaderos fabricaban escalones en la ladera de las montañas para que las vacas no se despeñaran, de cómo hacían sus sombreros. Luego saltaba al pasado y ofrecía un poco de Historia, invasiones, batallas contra los ingleses, también guiños previsibles en referencia al vino de la isla, incluso pequeñas coqueterías con alguna anciana dama que hacían que la autoestima del grupo se elevase como esos dirigibles de los años treinta. Mi cabeza veía la estela de las balas de los cañones en medio de la niebla y luego las mezclaba con rostros de ancianos cuyos rictus de sonrisa se desfiguraban una vez bajo tierra y después volvía a las palmeras y a los sombreros negros de ala ancha y caída y a las vacas que hacían equilibrios para seguir con vida. El guía parecía ahuyentar el miedo a la muerte hablando. Quizá ese era su verdadero trabajo: que el grupo se enorgulleciera más de lo que había dentro del vehículo que de lo que había fuera. Recuerdo su mano velluda sujetando con soltura el micrófono y -quizá con él- la vida de todos ellos. Comimos en un restaurante del norte de la isla. Carne a la brasa y verduras. El viento era fuerte. No hablamos mucho. Estábamos cansados de la noche anterior y de todo el alcohol que asombrosamente fuimos capaces de beber. De regreso al hotel nos tumbamos en nuestras camas con la televisión encendida. Un japonés con kimono vendía un juego de cuchillos a un precio increíble, como aseguraba un rótulo amarillo que parpadeaba en la pantalla. Cortaba trozos de madera, cortaba metal, cortaba un zapato de tacón, cortaba un coco, cortaba una guía telefónica. Cuantas más cosas cortaba con sus cuchillos más feliz parecía. Pablo dormía. Yo no. Salí a la terraza a fumar. El olor del mar pone trascendentes a los hombres. De ahí quizá sus posturas de vigía de fragata antigua o de hombre con albornoz que acaba de hacer el amor o la de “comulgo con todo lo que mi vista es capaz de alcanzar”. La épica no descansa ni en vacaciones. Por la noche volvimos a los mismos bares del día anterior, ¿para qué cambiar cuando algo funciona? La inglesa no estaba. Las italianas eran otras pero también parecían estar borrachas. Es cierto que la vida es una noria. Las canciones y los dichos populares aciertan siempre. Teníamos veinte años. ¿Sería ya siempre así todo lo que pasara a partir de ese momento, una repetición fantasmal de hechos que a fuerza de repetirse hastían y descolocan? Pablo empezó a hablar con una alemana. A la media hora desaparecieron. Como no tenía ganas de vender mis productos a nadie salí del bar y busqué la calle que conducía a Malta. Caminé un buen rato ansioso por encontrarla. Sentía nostalgia anticipada, esa emulsión de polvo de oro que desprenden ciertos acontecimientos o ciertos lugares o ciertas palabras que a veces sentimos, vemos o escuchamos y que (una vez mezclados con la sangre) producen tristeza. Pero ya no estaba.

1 comentario :

Anónimo dijo...

Fa vint anys que tinc una cogorza. La resaca del Abuelo Cebolleta.