26/2/12

El ascensor de Marilyn.
Sabéis a dónde voy y sabéis el camino, dijo el Reverendo A.J. Soldan con ese hilo de voz temblorosa que le gusta a la muerte. Más que un libro sagrado, sus manos sujetaban en ese momento la pregunta inevitable de todos los que estaban en pie frente a él: ¿por qué? Joe DiMaggio no sabía cómo esconder su excesiva corpulencia ni cómo escapar de las miradas de reojo de Lee Strasber y de casi todos los que se congregaron ese mediodía de agosto en la capilla mortuoria del Westwood Village para despedir a Norma Jeane Mortenson. Sonaba la sexta de Tchaikovsky por unos altavoces dorados que parecían la boca de Dios: Él haciendo el resumen de la vida con violines furiosos, Él increpando con el resto de las cuerdas en un monólogo que DiMaggio no acababa de entender enfundado en su traje oscuro y sin saber si enlazar las manos a la espalda o por delante, qué postura sería la más respetuosa y la que mostrase mayor dolor y rabia ante la contemplación de su rubia yacente con un pequeño ramo de rosas de té sobre el regazo y aquel pañuelo verde de gasa que tanto le gustaba. ¿Por qué? Joe hubiera cambiado sus nueve títulos con los Yankees por la respuesta. Pero no funciona así ni tampoco hubiese servido batear un asteroide caído del cielo ni correr unas hipotéticas bases marcadas en la hierba del Westwood Memorial. Marilyn ya no estaba. Lo que había allí era un cuerpo que recordaba vagamente a ella. Le habían colocado una peluca idéntica a su pelo porque la autopsia lo destrozó. Estaba excesivamente maquillada, como si alguien quisiera negar así el tránsito hacia ese otro estado indescifrable y desconocido al que los vivos piensan que hay que viajar resplandeciente.
Cuando el Reverendo Soldan acabó su lectura, DiMaggio se acercó al féretro de bronce satinado y cerró la tapa. En su cabeza sonó como las puertas del ascensor de aquel hotel de Ciudad de México en el que estuvo con ella un fin de semana de hace ya demasiados años. Fue un ruido seco, casi hermético. El ascensor de Marilyn viajaría a otro lugar en el que nunca había estado, y lo haría sin él. En esos momentos agradeció el frío de la tapa y que sus manos descansaran del sudor. Fueron quizá unos segundos más de lo que marca el protocolo pero fue el tiempo justo que necesitó para recordar algo que ella siempre decía: nunca digas adiós. Al pronunciarlas mentalmente sintió un leve calambre y retiró las manos. Algo allí dentro aún estaba vivo y despedía la electricidad suficiente como para creer en los dominios del más allá. Se fue sin decir adiós, como le gustaba. Ya no importa si fue decisión suya o se la impusieron a la fuerza para acabar con los rumores que ponían en peligro a la Casa Blanca. Los periodistas esperaban fuera. Había fotógrafos y cámaras de cine subidos a andamios frente a la capilla. ¿Qué buscaban?, pensó DiMaggio, la chica que buscáis ya no está, la que aquí descansa es la que cantaba para no tener miedo, la que trabajó en una fábrica plegando y empaquetando paracaídas en la Segunda Guerra Mundial, la que nunca dejó de sentir la soledad provocada por custodias sucesivas, padres desconocidos y casas que nunca acabaron de ser suyas. La otra os pertenece y lo hará para siempre porque así lo ha querido el mundo, pero esa mujer os aseguro que ya no está aquí.

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