1/1/12

Estoy sentado en la silla de una peluquería. Es grande y tiene un pie metálico de color vainilla que dan ganas de lamer. Imaginarme a cuatro patas haciéndolo no me produce ni alegría ni enfado: solo sería un niño entregado a su idea; deberían ser más habituales este tipo de escenas. El respaldo cromado hace filigranas. Parece el trono de un rey que tocase la guitarra flamenca o quizá la silla eléctrica de una cárcel para ricos. También tiene un reposacabezas a juego, pero el peluquero siempre lo saca cuando me corta el pelo; a cambio coloca un asiento auxiliar que me permite contemplarme en el espejo. Verme reflejado me ruboriza. No sé si por la presencia de un adulto con bata blanca que insiste en caerme simpático o por la visión en último término de mi madre hojeando una revista y atenta a la vez a las ascensiones trabajosas de la maquinilla y a los mechones negros que caen al suelo. Mi madre es parte del tapiz turco. Es esa mujer del vestido verde a cuadraditos que espera sentada. Me corta siempre el mismo. Un tipo huesudo que lleva unas gafas doradas de gran tamaño. Me recuerda a un camión con bigote. Es abnegado y le huele el aliento. Su respiración tiene altibajos, como si a veces quisiese vivir y a veces no. Dentro de su boca bailan los ajos como los esqueletos de la danza macabra que pone mi padre muchas noches en el tocadiscos. Parece una fiesta, pero en realidad es una guerra que acaba pagando mi pelo y también mi nariz. Sentado allí pienso en el tren que circula por el escaparate de la tienda de al lado. Es una mercería. Hay piernas de maniquí con diferentes medias puestas encima. Si te acercas mucho puedes ver la trama del tejido, una red que por las tardes retiene el sol y después lo lanza en formas que se escapan a la geometría que me enseñan en el colegio. Por debajo da vueltas un tren eléctrico. En la base del cristal se pueden ver todas las huellas superpuestas de manos infantiles: algunas son perfectas y hablan de una estancia larga y una contemplación placentera; otras están corridas, lo que cualquier aficionado a las novelas de detectives usaría como prueba para afirmar que el observador fue despegado a la fuerza del escaparate. Las piernas artificiales siguen allí día y noche como reclamo, pero el tren llega un momento que se para. Las visitas a la peluquería no son periódicas. Hay meses que mi madre me pone una sábana blanca al cuello y me sienta en el centro del comedor. Su maquinilla es igual de brillante que la del peluquero pero su técnica no es tan depurada. Los trasquilones duelen. Siento que las cuchillas no se entrecruzan a la misma velocidad que en la peluquería, se atragantan de pelo y van dibujando un surco irregular que después las tijeras tienen que disimular. Los cortes de pelo caseros cambian el gran espejo de la peluquería por un espejo redondo que sostengo en la mano. Tiene un borde blanco que deja paso a una zona anaranjada que hace aguas. El que sale allí no soy yo. Solo es la cara de un niño con trasquilones.

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