4/1/12

Con el comienzo del año me tengo que defender de las buenas intenciones y de los deseos de felicidad que aparecen por todas partes como en una extraña cruzada que mantuviera el optimismo con la realidad. ¿Qué significa todo esto? Me temo que poco o nada. Es el mercado societario y global el que dicta los mensajes. Al final nos hemos convertido en pequeñas marcas anónimas que imitan a las grandes. Ese señor no vende prendas deportivas a nivel mundial pero se comporta como si lo hiciera, como si en vez de humanidad tuviera esencias corporativas y planes de comunicación que le recomiendan lanzar deseos positivos en su entorno, una dudosa responsabilidad social que se autoimpone para cuidar su imagen. Es lamentable vivir en estos tiempos tan comercializados. Siempre me han inmovilizado los que me desean cosas en abstracto. Hasta en los cumpleaños infantiles recuerdo que me paralizaba cuando un familiar lejano me decía felicidades. Hasta la luz de las velas temblaba ante el deseo incorpóreo, neutro y automatizado. Desde esos días no he logrado entender en qué cambia la vida cuando alguien se empeña en que sea feliz. Tampoco es tan importante. Hay asuntos más prioritarios: respirar, dudar, esperar, examinarse por dentro, aprender a casi todo. Nadie se atrevería a decir: te deseo que tengas muchas dudas, una vida llena de interrogantes que te hagan pensar y tirar cosas que guardas pero que ya no valen, que tu vida nunca se asiente en pilares inamovibles, que el viento te afecte, te tumbe y que la desgracia pueda tocarte para que puedas descubrir quién eres. Los que me conocen de cerca saben de mis fobias sociales, de mi carácter algo huraño y retraído. También piensan (es inevitable) que es debido a mi timidez. Prefiero que haya una respuesta oficial y que paren allí. Yendo más lejos descubrirían que la causa principal es el aburrimiento que me producen las pautas sociales, las conversaciones de ascensor, mantener el piloto automático durante media hora como el que juega al ping pong de espaldas mientras contempla un atardecer glorioso. Es eso: vivir de espaldas, y no por displicencia o pose sino por necesidad. Hay personas que encuentran lo que necesitan en su entorno. Otras lo encuentran dentro, en silencio, a oscuras y caminando de puntillas para que nada cambie de sitio. Me veo más en el segundo, aunque definirlo como grupo sea en sí una estupidez. Lo cierto es que cada enero tengo que lidiar con lo mismo; y cada enero siento el peso de las santas costumbres de felicidad que desconocidos, extraños y fabricantes de humo se empeñan en lanzarme. Mi felicidad les importa poco, pero la suya supongo que sale beneficiada en el intento. Yo deseé felicidad, dirán ante su muerte, y no solo a los míos sino hasta a ese hombre con el que me cruzaba en el portal y que nunca me miraba a la cara.

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