2/11/11

Tu cabeza tiene pasillos que desconozco, Mireia, enormes corredores en los que vive el fantasma, el fantasma y yo, tan distintos dependiendo de cuál sea la mirada: la tuya oblonga y limpia, la mía que lo mancha todo de la tristeza astigmática de El Greco y sus líneas alargadas, la deformación correosa y compulsiva de una realidad que parece que añorara tragedias ínfimas. Pero el fantasma nos pertenece a los dos, lo compartimos, somos arrendatarios de una sombra que solo tú eres capaz de dibujar en tu pizarra pero que a mí me muele por dentro por la manía que tengo de echar palabras a la caldera para que ardan y que la máquina se mueva. Envidio tu cabeza y su perfume a grandes almacenes de la fantasía. Yo, el incapaz. Yo, el que se sienta delante y babea ante la rotundidad y la simpleza. El otro día querías dibujar a Dios y me preguntabas cómo era. Te dije que tenía bigote. Te reíste. Solo pude darte ese dato capilar pero del que tengo certeza: su labio superior es como un frutero bajo el toldo de su frutería, está de brazos cruzados viendo venir muy despacio el verano. Quieres ir a una iglesia porque crees que Dios estará allí sentado con las palmas de las manos sobre los muslos, esperando. No me gustaría desilusionarte. Por eso esquivo el tema y te digo que Dios está muy ocupado con sus papeles y una grapadora brillante que acaricia como a una mascota. También creo que además del bigote fuma en pipa. Dios es un pescador pesado que cuenta siempre la misma batallita, su pez imposible envuelto en los vahos dulces del humo. Prefiero que dibujes fantasmas blancos y que a su lado esté el ser amarillo, el hombre calabaza, o yo, el padre icónico –el payaso- que te hace reír y que te huele el pelo por la noche después de la cena para saber dónde sigue estando el centro del mundo. El fantasma nos pertenece. Su presencia nos nombra. La tienes. La tengo. Compartimos una luz descarada e inútil para la vida práctica, pero valiosa para los toboganes por los que bajamos. Dios es la bajada, la velocidad y la cara que pondrías, la misma que pones en los columpios, ayer, luz de almíbar chorreando por los bordes del cielo, cuando decías más fuerte, más fuerte, le tengo que dar una cosa a esa nube. Has construido un altar para tus maravillas. Cuando paso por tu habitación debería arrodillarme y darte gracias. Dios es el tiempo y lo que hacen nuestros dedos. Dios es el silencio de cuando dibujas o los ruidos de gusto cuando mojas patatas fritas en ketchup. Puede que esté en tu boca y en esa salsa y en lo que cantas y seguro que el pulso de tus párpados cuando el sueño te aleja todo lo que puede y te arrastra del pelo tan dulce que no lloras ni te das cuenta. Iremos a esa iglesia un día, pero de momento tenemos esto y las ganas de seguir avanzando. Somos exploradores, nunca lo olvides, el hombre amarillo y su gentil presencia blanca y tú arriba a un lado, en la altura necesaria para reírte de los dos.

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