31/10/11

He vuelto a leer Negra espalda del tiempo. Han pasado más de diez años desde la primera vez que la abrí con ansia y comencé a pasar páginas con la emoción de estar ante un códice valioso o el libro sagrado que por fin te explica, ese que esperamos siempre y que afortunadamente nunca acaba de llegar. La foto de Marías en la solapa revela a un escritor relativamente joven, conocedor pleno de sus encantos intelectuales, que mira a cámara desafiante y para mi gusto demasiado seductor, (creo recordar que fumando y con el pulgar ligeramente apoyado en el labio inferior) asunto éste que le paso por alto: la vanidad es un combustible ridículo pero necesario para defenderse del mundo. Salvando la foto lo demás roza la perfección. Ahora, con esos diez años pasados en los que mi vanidad también se ha ido amaestrando a fuerza de latigazos y trampas, sigo pensando que la travesía que propuso permanece intacta: el tiempo no ha pasado por encima de la novela sino por los lados o por debajo. Es un ajuste de cuentas, pensé la primera vez y al tiempo que avanzaba; tiene algo de quevedesco, de escritor desairado que se defiende con sus palabras puntiagudas. Pero esa lectura es algo superficial. Es la verdadera espalda del tiempo el motivo central del libro. La espalda y sus músculos, sus valles, sus regiones de sombra que obedecen a leyes indescifrables y tan antiguas que escapan a nuestra comprensión. El jardín trasero de la realidad nos es expuesto con asombro y belleza, pero tal cual: sin trucos de jardinería ni aderezos estéticos. La maleza es la que hay. También las flores muertas y los insectos y hasta las ratas que buscan histéricas alimento. Cuando escribo algo no puedo releer ni un párrafo de esta novela rara (porque a ratos no lo es y es memoria o autobiografía ficcionada o real o restos de un libro de aventuras familiar, porque también hay algo de saga y de libro de Historia y seguro que de algo más que requeriría otras lecturas o mayor inteligencia que la mía) si no quiero caer en la imitación automática. Es tanto el magnetismo y tan fuerte la identificación que no podría hablar de otra cosa que de lo que Marías habla. Hay que leer y apartar, asomarse y después olvidar, hacer que nunca hubo nada, que nada fue escuchado ni leído ni que tus ojos vieron esa silueta corpórea caminando por casa a medida que leías y las palabras tomaban diferentes dimensiones inexplicables, como deben ser los fantasmas de los que hablan los cuentos fantásticos pero que yo nunca he contemplado. Lo mejor que puedo hacer en esos casos es alejarme, cerrar el libro y devolverlo a su estante, que calle, que permanezca ajeno a mi vida y a mis palabras si no quiero que sean las suyas, impostadas, prestadas, estúpidas y carentes del valor de lo mío. Leer es un delito. La apropiación es automática. Se comete un robo, una incursión en la propiedad ajena de la que después es difícil salir. Leer debería estar prohibido y castigado. Lo sensato es escapar. Dejar atrás lo que no es tuyo. Considerarlo cosa de muertos o de tiempos que no te pertenecen. Solo así podemos construir lo nuestro para que otro después caiga en la misma trampa y se quede embarrado y embebido en la posesión de joyas que tampoco nunca le pertenecerán. Que nazca y que muera a la vez y que todo el tránsito vaya al vertedero privado de su espalda del tiempo.

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