30/10/11

Hace un año hablaba aquí de las lamparillas de aceite que mi madre ponía la noche de difuntos en una cazuela. También creo haberlo visto en casa de mi abuela paterna (de la otra no vi nada y poco me ha contado mi madre salvo que murió de algo relacionado con la vesícula cuando apenas tenía cincuenta años; poco más tarde moriría su marido de asma. Murió en casa, en su cama, junto a una botella de oxígeno y la presencia de sus tres hijos). Pero muy poco sé de ambos y bastante más de mis otros abuelos: uno de ellos compartió casa con nosotros durante largos años, antes de que fuera ingresado en una residencia a las afueras de Torrelodones en la que moriría en el verano de 1993. Cuando llega esta fecha me acuerdo de sus presencias: imaginadas las de unos, recordada y más física la del otro. Por cada muerto enciendo una lamparilla de las de mi madre. Lo hago simuladamente. No uso aceite ni saco una cazuela para que proyecte sombras ondulantes en el techo, aunque creo que me gustaría, a pesar de verme expuesto al anacronismo de la mirada de mis hijas; ellas prefieren las calabazas iluminadas y los dientes de vampiro con sangre pintada. Lo otro me parece que ya es historia, un entreacto falso del Tenorio en blanco y negro o las brasas extinguidas de alguien que asa castañas en la esquina de la calle Caracas. Hasta los muertos pasan de moda y con ellos la tristeza o la vejez, ese interminable entrenamiento para la nada que cada vez se va escondiendo más arriba y más al fondo del armario. ¿Y si fuera así porque tiene que ser así? Perdonadme la estupidez, que quizá lo sea, pero creo que la obligación de la vida es ocultar su final, denegarlo, denostarlo y hasta condenarlo a la oscuridad. De la muerte ya se ocupa la literatura, la música, el cine y todas las demás manifestaciones artísticas. La vida simple, la que se realiza de centro comercial en centro comercial, queda libre de las sombras para que el consumo sea más abundante. Bien. Todo sea por el mercado. Pero por culpa de esa purga cultural también se nos hace difícil explicarle qué es la muerte a nuestros hijos, o yo me reconozco así cuando Mireia me lo pregunta. Alba, no. Ella nunca se ha expresado sus inquietudes metafísicas (si es que las tiene, ¿las tenía yo a sus casi diez años o solo se limitaban al chisporroteo de las lamparillas de aceite y sus inquietantes sombras en el techo de la cocina?) ni me ha dado pie a una charla de la que no sabría muy bien cómo salir indemne. Ya no sé cuál de las dos escuelas es más recomendable. Uno de los supuestos logros de la modernidad es el exterminio de lo negro, del luto, de la consternación llorosa de la muerte, de los cirios, de los féretros expuestos a la mirada inconsolable de los allegados, de los crucifijos de plomo. Su vacío ha dejado otro vacío. Según los anuncios televisivos se llenan con bombones en forma de calavera, disfraces de esqueleto y caretas de zombis. Ya no sé si ponerle a mis hijas la Danza Macabra de Saint Saens o colocarme una de esas dentaduras falsas y llamar a la puerta del vecino para que me dé caramelos. Lo cierto es que en estas fechas me acuerdo de mis muertos, de los que ya no están y una vez estuvieron y de los que saqué cierta identidad y sangre y gestos que ahora repito de forma automatizada, pero que si mirase hacia atrás podría ver el hilo luminoso que les da origen.

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