28/10/11

Cada vez me cuesta menos dejarme caer entre los paréntesis anónimos de la realidad. Si estoy desayunando en casa me asalta una alegría desconocida al verter el cacao en el vaso de leche y ver cómo se disuelve bajo las órdenes de la mano. ¿Qué misterio es ese? Sí, puede ser, pero algo así nos ocurre cuando nos vamos disolviendo lentamente en los asuntos del tiempo. Se trata de que al final todo sea uno: ser un mismo líquido o masa o esencia que fluyan juntos. La naturaleza de las cosas me expone a la intriga. La naturaleza está ahí para ser contada, explicada, expuesta. Creo que no hay otra razón más poderosa que justifique el ensimismamiento de la escritura. Todos deberíamos haber nacido para ser contados, por nosotros o por otros, da igual: ninguna de las dos opciones nos asegura la verdad, pero no es eso lo importante sino la simple y luminosa bondad que acarrea el ejercicio. Cuando desayuno fuera me gusta ver la forma en que la gente espera a ser atendida, esos lagos silenciosos en los que el único monstruo es uno mismo entrando y saliendo, buceando en las turbias aguas para después salir de nuevo a la superficie y emitir gritos que nadie más escucha. Esas leves treguas o esos aterradores abismos son los que nos definen. Después llega un vaso con café, el azúcar entra y gira despacio, se deja convencer y cambia de estado. Las manos sobre la barra procuran aparentar calma, destreza. La vida es una representación con libretos borrosos, fuera de una estructura lógica. Amamos de los libros la ficción de un mundo calculado y estable. Pero en establecimientos así comprobamos la ausencia de todo eso. Me recluyo con mis pensamientos y un líquido amable que poco a poco baja por el esófago. Los esófagos vecinos hacen lo mismo, alineados como en un juego de espejos. Algunas manos tiemblan al introducir un trozo de pan y después llevarlo a la boca. La realidad está sentada en una silla alta, de juez de pista, observándonos, apuntando nuestros fallos, las cosas que tiramos fuera de la línea, las palabras que se cuecen dentro y nos revolotean en la cúpula de eso que muchos llaman alma: algunas salen, otras son aves tan tímidas que la sola tentativa de la luz exterior les paraliza. A pesar de todo es un espectáculo necesario. Hay que observar. Mirar dentro es el primer requisito para poder mirar fuera. ¿De qué estamos hechos? ¿De qué está hecho el tiempo que pasamos en silencio, valorando, midiendo, retrocediendo torpemente a escenas que pasaron y nos llenaron de alegría y dolor a partes iguales? Los asuntos relacionados con la realidad mínima me ocupan cada vez más horas, en detrimento de otros como abrir un periódico, construir argumentos, elegir las caras que le voy a poner a los demás dependiendo del contexto o la finalidad. Me aburre. Todo eso es el precio del tiempo que alguien (no sé qué desconocido o benefactor) me regala para atender a lo otro.

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