7/11/11

La realidad y el sueño se comunican por puertas correderas. La estancia es amplia pero los muebles que vemos no cuentan, solo la luz y los volúmenes reconocibles que traza para nuestros ojos quietos. La noche y el día se mezclan en la habitación. Las palabras dichas en cada tramo se deslizan después por el suelo y, valiéndose de pequeñas manos imaginarias, corren las hojas de la puerta para cambiar de bando. Uno está tumbado. Manos enlazadas sobre el tórax, respiración tranquila de ensayo general de la muerte en un día próximo o lejano. Se podría pensar que la cama permanece inamovible, que las patas fueran raíces más que soportes. Pero la cama es embarcación y juega a que el suelo tiene la densidad y el capricho del oleaje. Del día pasas a las sombras y de éstas te trasladas a ciudades desconocidas en las que tu nombre aparece en el rótulo de una calle o en la voz antropomorfizada de un pájaro. Ambas visiones te son ya familiares, incluso cuentas con que sea así y no de otro modo que te aturdiría. Tu normalidad es esa. La realidad y el sueño juegan al ping pong. El tumbado soy yo, pero puede ser el otro, el que se encarga de contar. Cuando consigo verme desde fuera soy la pelota hueca que va y viene. Los botes no son homogéneos ni agradables. No alcanzo la forma esférica deseada. Hay numerosas imperfecciones que me hacen rebotar por las paredes y hasta por el techo. La gravedad no manda. A ratos me quedo pegado al dintel de una puerta o floto blandamente a media altura, entrando y saliendo de la catarata de luz geométrica sin ningún sentido. ¿Qué comí ayer? El recuerdo nunca alcanza a lo esencial. Su función práctica es insignificante y en su defecto se recrea en recortar trozos de tiempo gastado y los lanza al aire como en una fiesta. Desde la cama observo la travesura. No me molesta. No hace que desenlace las manos para simular un aspaviento. Podría cambiar lo sucedido, inventar. Lo hago. Comí carne de avestruz que guardaba en un sobre ensangrentado. Mastiqué despacio deambulando por la habitación de dos ambientes. Después llegó el sueño con su maleta y su instrumental de urgencias. Dijo, bien, comencemos. Su dentadura brillaba de gozo. Hasta en su peinado pude adivinar el placer que le produce habitualmente la ejecución de sus burocracias. Soy mitad invención y mitad otra cosa que todavía no he logrado comprender. Cada día observo la puerta e intento averiguar por qué está ahí, por qué nació para comunicar algo que ya está comunicado. Cierro los ojos y vuelvo a verme ayer, degustando una carne correosa y poco hecha. Después me dormí con el extraño sabor en la boca. Volvió el oleaje y las ciudades desconocidas. Esta vez fui a otro tiempo. Parecía Turquía en la antigüedad. Iba a caballo. Formaba parte de una comitiva con pavos reales y mujeres que lanzaban pétalos de flores a la multitud. Un hombre gordo y pomposamente vestido me miraba montado sobre un elefante. Esperaba un gesto que me delatase, que hablase del anacronismo de mi presencia allí ¿Qué hacía en Turquía? La cama simulaba el movimiento del caballo pero continuaba siendo un barco. Era un hombre anónimo fuera de su tiempo cabalgando sobre las aguas de su sueño. Pronto llegaría la mañana y con ella otra vez la certeza de la luz recién recortada y posada en el aire de la estancia. Una voz me deseó buenos días al tiempo que abría a la vez las dos hojas de la puerta y me dejaba ver su rostro.

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