11/11/11

El amontonamiento de masa gris se extiende hasta más allá de donde el tren nace, ese hueco imaginario por el que se cuela procedente de otro mundo y va tomando forma reconocible y alargada hasta que llega a la estación. Las personas dispersadas por el andén no suelen apreciar esta aparición. Para ellas es normal que el conjunto de hierros se desplace regularmente y después se amanse y abra las puertas cuando la velocidad se convierte en estatismo de voluntario de espectáculo de magia que sostiene un pañuelo entre los dedos y espera que se produzca el milagro. La línea que divide la masa gris y la tierra es ilusoria, casi una convención establecida a diario y que fluctúa dependiendo de la ansiedad de que venga más o menos rápido y las ganas de trasladarse a otro lugar. Soy un amante de los microviajes y por consecuencia de las microaventuras que provoca el hecho físico de abandonar un punto y llegar a otro que no dista mucho del de origen. El número de kilómetros no cuenta. Los avatares del camino son el regalo que nos hace el tiempo. Con el dedo índice casi rozando la ventanilla nos explica el por qué de la colocación de las nubes. Unas veces están dispuestas como la radiografía (o quizá la termografía) de una partida de bolos: vemos la pista blanca surcada por el rastro gris apelusado de la bola, incluso podemos escuchar el eco de ese movimiento atronador que se ha convertido en nuevos colores superpuestos y delgadas grietas de luz color crema que van sumando volumen a la escena. Hasta la suciedad de la ventanilla es un mensaje entre líneas, un primer término que propone un mapa superpuesto y aparentemente inútil pero por el que se puede viajar con facilidad si uno lo desea. Esas islas y ramificaciones le dan otra voz al paisaje, coral y a la vez íntima. A medida que alejamos o no la vista toman forma de asteroides o destellos fortuitos como los que vemos al cerrar los ojos con mucha fuerza haciendo que las neuronas sufran un desconcierto que dura pocas décimas de segundo pero que se manifiesta con imágenes recortadas y explosiones de luz muy parecidas en su forma a los racimos de uvas. El espectáculo no dura mucho. Hay que retener con entusiasmo los detalles y las pruebas de que hubo tal aventura, de que aconteció el movimiento y con él la transformación de la realidad interior del observante. Al llegar a la estación (que puede ser insignificante o gloriosa) se siente cierta pena de que todo acabe. Tus piernas abandonan el vagón y se llevan consigo las sensaciones robadas. Hay algo fúnebre en las llegadas, como una muerte de insecto -velado en un féretro, ridículo por lo diminuto- que nos hace permanecer durante unos instantes eternos con la vista baja y las manos enlazadas a la espalda.

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