13/11/11

Lo que propone Chopin me gusta. Dentro de su piano hay un botiquín de urgencia para las tardes de domingo. Mireia y Alba lo abren y sacan lo necesario. Dan vueltas. Las notas van escalando el aire, se superponen y se alían con nuestros sentimientos, tan carentes de un bálsamo aplicable sobre sus grietas y cavernas. Después llega Schubert. Guitarra clásica y violín. La tristeza es más calculada pero no impide que las cuerdas nos eleven por encima de nuestras posibilidades. Las niñas se cansan de bailar. El espectáculo va muriendo y nace otro de animación manga: tecnología y tradición, envidio la mezcla. Los compositores románticos se acaban sentando con nosotros en el sofá. Uno con las piernas cruzadas, el otro encaramado en el filo del asiento y con el codo apoyado en un muslo. También les gustan las explosiones de los robots que se transforman y echan fuego. Schubert mueve los dedos en las escenas más violentas. Sé que traduce lo que ve o que le gustaría hacerlo porque eso le haría sentir vivo más allá del sonido que deja tras de sí. Casi doscientos años le separan de esta realidad, pero no acusa el salto: su elegancia hace de puente y también las miradas que le dedico y que le invitan torpemente a que se integre en lo que pasa en el salón hoy. Chopin se ha quedado dormido cuando un transformer plateado pisoteaba un edificio. Fuera anochece. Me gustaría despertarle suavemente y que pudiese asistir a la muerte de este día de noviembre, pero no es el caso ni mi autoridad va más allá de esta crónica desinteresada. La luz cae y el episodio termina. Tienen hambre. La merienda se convertirá en cena. Pan de molde con semillas de amapola, salchichas, queso. Los músicos se unen. Al principio se muestran reacios a los sándwiches de aceitunas con mayonesa y jamón york, pero se los sirvo en unos platos de plástico de un color que nunca habían visto. La sorpresa y los descubrimientos, ese semitono imposible entre mi y fa, el país que solo existe en la pulsión de sus dedos y en los vértices difusos del tiempo. Más tarde solo nos queda despedirnos en el recibidor improvisado de la rejilla de un altavoz del salón. Alba y Mireia agitan sus manos mientras sus dos siluetas se van perdiendo por un pasillo tan luminoso e incompartible como nuestras miradas.

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