29/11/11

El sábado cumpliré cuarenta y cinco. Cuando me miro en el espejo no logro ver la cifra ni sé si es ahí donde hay que verla o si existe alguna superficie que devuelva con fidelidad una información fiable. Veo una cara que intenta demostrar expresividad al dueño, mueve ciertos músculos demostrativos para que el que está al otro lado se reconforte y piense que la vida continúa elástica e inmediata como siempre. Luego están las canas. Hace algo más de un año empezaron a verse. Al principio me sentía como un agricultor que asistiera a la muerte del trigo sin poder remediarlo, un hombre que corre entre las espigas detectando las negras, las quemadas, aunque en este caso serían espigas de plata o blancas, una metáfora bochornosa e incomprensible para un hombre de campo. Ahora ya no me inquieta. Es lo que es. Pelo muerto que destaca pérfido entre la masa oscura. El sábado seré oficialmente un año más viejo. Hay algo estúpido en festejar la conclusión de un ciclo, una vuelta de noria del tiempo que acaba donde empezó pero un año más tarde. Los niños soplan con alegría las velas porque nada saben del tiempo. Para ellos (para todos cuando lo fuimos) solo existe el reino de lo inmediato, un reino sin castillo pero con soldados de plástico brillante que brindan al sol y duermen sobre la hierba mojada. No hay nada especial en los cumpleaños, solo ese sonido seco de los engranajes que van moviéndose sin que podamos impedirlo. En el sótano de nuestro interior, allí donde viven los deformes y los inventados, ese día se escuchan risas histéricas y pasos apresurados de alguien que desconocemos. Posiblemente suceda en el momento en que nos felicitan y ponen ese pastel frente a nuestros labios para que produzcamos el viento que barra el fuego imaginario. Parece que las velas sean el símbolo de la combustión del tiempo y que durante un instante se nos permita pararlo, congelarlo, atornillarlo a la nada, ponerlo a salvo sobre la palma de la mano y contemplar así sus maravillas en miniatura. Ese día observaré las mías, las que me trajo este año que termina. Será tan fugaz que habrá que multiplicarlo falsamente y a toda prisa si quiero que dure lo mínimo para convertirse en carne para la memoria. También será inevitable que salgan otros cumpleaños. Quizá ese de los nueve, cuando mi madre me dijo que no fuera al colegio por la tarde. Me lo dijo ante una tarta de yema decorada con rombos de azúcar glaseado. Me lo dijo mientras el brillo ancho del cuchillo se hundía en esa profundidad esponjosa y mi alegría hacía el camino contrario saliendo a la luz para florecer a la vista del mundo. La tarde transcurrió tranquila. Jugué al scalextric. Imaginé universos extraños en los que la tristeza vivía de forma sencilla en una casa con mucha luz. Recuerdo eso y el tintineo de una lámpara de araña que iba rebotando los destellos del invierno mientras los coches eléctricos se obstinaban en sus vueltas, compitiendo en una carrera que nadie ganaría. En uno de esos coches había un busto de plástico que representaba al conductor. Estaba hecho del mismo material que esos soldados que viven en el reino de lo inmediato.

1 comentario :

Anónimo dijo...

Vuestras vidas son los críos que van al azar que es el parir.

Bartleby.