28/11/11

Parece que a las fotos antiguas les pongan un barniz de mermelada y que yo sea una mosca que habita una ridícula fracción de tiempo y no puede resistirse al pringamiento obsesivo de sus patas que recorren quizá una playa en la que unos niños se dan la mano en hilera y miran a cámara sonrientes y hasta confiados, con esa amplitud moral que da el no tener cajones cerrados con llave ni asuntos que haya que ocultar con la mano extendida sobre la cara para no quemarnos con ese sol estúpido que es el pasado. La mosca trata de meterse entre la trama de puntos grises y respirar el aire que existió ese día. La mosca es un insecto tan sentimental que en vez de antenas tendría cuerdas de violín ruso. Qué pérdida de tiempo la nostalgia. De las acciones llevadas a cabo en la vida quizá sea la más pueril y sin embargo a la que nos entregamos con más fruición y una seriedad digna de telenovela barata. ¿Qué esperamos que suceda? Este deporte no tiene más consecuencias que una tristeza indefinible que nos acompaña durante y después y que nos hace ver todo a través del mismo velo que tenía la fotografía. Las hay que tienden a los ocres. Otras azulean como espectros viejos que disfrutan asustando a los incautos. También están las que con los años muestran islas caprichosas que recorren las figuras, como dando a entender un mapa secreto que escondiese algo. Esas islas a menudo parecen fruto de un café derramado o algún líquido indescifrable que se extendiese un día sin ningún sentido a lo largo del rectángulo brillante. Nada eres, parecen decir. El que aparece aquí de pie no existe y su trabajo a partir de ahora será hacer de espantapájaros de tu alegría. Pasó. Voló. Se llevó el aire cuidadosamente envuelto y no dejó señas ni razón social en las que reclamar. La mosca siempre muere al final del verano. Su defunción es mínima. Ningún periódico relata lo sucedido ni la razón del óbito al chocar con un grueso punto oscuro que se encontró por accidente en medio del cielo de una foto. La mosca desaparece, pero deja tras de sí el olor de ese barniz orgánico en sus patas que por un momento perfuma la estancia irreal que habitó en vida.

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